domingo, 19 de diciembre de 2010

LOS PREMIOS OÍDO DE ORO

“Tu eres la reina de los excesos, la boca con más besos y un solo corazón…”, canta mi padre cada vez que ve la apertura de la novela Malparida. No importa que le aclare que la letra original dice “con más besos y menos corazón”. Él tiene registrado el cantito tribunero y no hay caso. Aun cuando argumentemos que todas las personas tenemos un solo corazón y que la letra se refiere, metafóricamente, a otra cosa, él seguirá finalizando el versito cantando “y un solo corazón”. Porque, aunque no tenga ninguna coherencia, a veces, fijamos las letras de las canciones tal como creímos escucharlas por primera vez.

Con los años, ahora, entiendo que tengo a quien salir. Cuando era chica, mi hermano me bautizó como “oído de oro” porque cambiaba las letras de todas las canciones televisivas. Por ejemplo, cantaba, afinadamente -eso sí-, “abuelito dime su…” en lugar de “abuelito dime ”, en la presentación del cómic de Heidi, justito después del Rai barái barái pípu. Pero no era la única, mi primo Romalé repetía el jingle de los cuetes YLH, asegurando: “YLH es el más lindo”, cuando, en realidad, decía “YLH, el petardito”; y mi hermano mismo, Alelá, entonaba “Cepita, manzana costumbre…” en lugar de “la sana costumbre”.

Sin embargo, el Oído de oro de mi infancia se lo debería dar a Juancafré, amigo de mi hermano y ya parte de la familia. No sólo por la dimensión del yerro sino porque, además, es músico. “El tuerto y los ciegos” era la canción. Una bella creación de un joven Charly García quien, según cuenta el mito, al enterarse de que la censura militar le bajaba los temas “Juan Represión” y “Botas locas” del tercer disco de Sui Generis, compuso otros, uno de ellos en solamente 15 minutos. El resultado fue esta bonita página que empezaba diciendo: “Desnuda de frío y hermosa como ayer, tan exacta como dos y dos son tres”. A continuación, Juancafré coreaba: “Esa yegua mía, apenas la pude ver…”. No le gustaba. Para nada. No le encajaba en la poesía del verso anterior, ni en la delicadeza, pero él seguía con la potranca a flor de labios. ¿Cómo? ¿Cuál era la letra original? “Ella llegó a mí, apenas la pude ver, aprendí a disimular mi estupidez”.

El segundo puesto, que vendría a ser el Oído de plata, se lo entrego, en este acto, a Gabisá, también un amigo-hermano y ya integrante de mi familia, también un músico. “Espera un poquitito, lo que te voy a decir”, rugía poniendo su mejor cara de Pappo-Riff, ante los micrófonos y sin vergüenza alguna. La letra original decía “Se da por cumplido, aquello que prometí”, pero, en su reproductor, justifica él hasta el día de hoy, la letra se escuchaba cambiada.

El tercer puesto, el Oído de bronce, sería para mí que, en la canción de Viuda e Hijas “Me dijeron que te diga”, en lugar de cantar: “ya era tarde para todo, yo ya estaba consolada, del otro lado del río”, yo desgañitaba “pero trola, como el río”. Es cierto que las acentuaciones alteradas de las melodías confunden y que, años atrás, no era tan fácil acceder a las letras de todas las canciones como lo es hoy; pero, chicos, hagámonos cargo de los premios.

También, podríamos hacer algunas distinciones, como la que le adjudicamos a Sergibó, quien reparte su vida entre el periodismo, la política y el trencito de la alegría. Él, siendo todavía un niño, bailó al compás de la Zimbabwe reggae band con “Traición a la mexicana”, pero en lugar de pedir: “cantinero, sirva otro tequila que quite mi herida”, él decía: “jardinero, si potro tequila, se quita mi herida”. Lo que no sabemos es si el que cuidaba su jardín venía a caballo, tomaba mucho alcohol o fue el causante de algún tijeretazo inoportuno.

Alemó, otro amigo con el que compartimos el desmedido amor por la música me confesó que, en sus años de pantalón corto, cantaba “mucha mujer” cuando Iván Noble, por ese entonces voz cantante de Los Caballeros de la Quema, entonaba “No chamuyés”. A esa edad, quizás, todo parece mucho.

Lucasdí, en cambio, ya vistiendo los largos, se animaba a cantar sobre las letras de Claudio Gabis y la Pesada. Así, en el tema “Esto se acaba aquí”, justo cuando la lírica original dice: “Estoy harto de mesías, generales y doctores (…) de pentágonos y hexágonos y de francotiradores”. Él también estaba harto, pero en lugar de las figuras de cinco y seis lados, entendía otra cosa: “que me cago en los hexágonos y de francotiradores”. Y no es que tuviera un problema de evacuación geométrica, simplemente no importaba que la poesía no tuviera el más mínimo sentido, porque la letra siempre dice lo que escuchamos la primera vez, y listo.

La creatividad de los chicos
Párrafo aparte, merecen los niños (y, en este caso, título aparte). Si, en pleno acto escolar, uno anda por entre las hileras que forman los alumnos, se podrá divertir con las cosas que cantan los pequeños cuando entonan el Himno Nacional Argentino. Sabemos que, para un infante, puede ser difícil entender el sentido de la frase “Ya su trono dignísimo abrieron”. Pero, me asombra la creatividad de las nuevas generaciones. En lugar de “dignísimo abrieron”, los chicos cantan: “finísimo abrieron” (versión de gente como uno); “lindísimo abrieron” (versión optimista); “vinísimo abrieron” (versión etílica); “su mismo evangelio” (versión misa de domingo); y “vivir sin saliendo” (versión tumbera). Les juro que no miento.

Es más, el hit Aurora, incluso hoy en día, dice, para muchísima gente, “a su lunala”, en lugar de “azul un ala”. Y, discúlpenme por esta última aclaración, no sé si estaré desilusionando a muchos adultos, pero es hora de admitirlo, somos grandes: la palabra “lunala” no existe.

martes, 7 de diciembre de 2010

LA MODA NO INCOMODA

Por El Huber y Cecilá


¿Floggers? ¿Emos? ¿darkies? ¿Hippies? ¿Psicobolches? Seguramente, más de una vez nos hemos echado a reír al cruzarnos con algún flequillo peinado exageradamente hacia el costado o el “make up” mortuorio de algunos adolescentes, maquillaje que acompañan con un par de lentes de contacto blancos o rojos. Sin embargo -seamos sinceros-, cuántas veces hemos seguido, irracionalmente, los dictámenes de la moda, aún cuando esas directivas representaban los más ridículos esfuerzos. Porque, convengamos: ¿qué es la moda? Un disfraz que hoy luce bárbaro pero que, dentro de diez años, nos va a hacer descostillar de risa o morirnos de vergüenza, todo depende del humor de cada uno.

Vaya una anécdota familiar para ilustrar lo que digo: Giseál es mi prima, por eso sé que, desde chica, supo afrontar con admirable entrega los sacrificios que impone la moda. Con cinco años de edad, sabía lo que era el glamour (y sus costos); por eso, en pleno verano, iba a las arenas de Playa Grande enfundada en un lindo y espeso tapadito, cartera en mano y tacos ajenos (y más grandes) en sus pies. Todos, absolutamente todos, la miraban. Y, cuando llegaba el momento, cual Coca Sarli en ciernes, se quitaba el tapado y corría, en malla y siempre elegante, hacia las frías y saladas aguas marplatenses. Más tarde, ya de adolescente, recurrió a las recetas culinarias para despuntar el jopo que la moda imponía: primero se batía esmeradamente el pelo -mechón en mano y peine en otra- y, luego, lo empapaba en huevo, también batido, en lo que sería el antecedente casero de la crema para peinar, así como también el aceite de cocina para mantener los cabellos brillosos y enrulados.(Nota: no me consta que haya utilizado la fílmica receta de Cameron Díaz en “Loco por Mary”).

¿Cuánta gente, voluntariamente, cedió su libertad de criterio, y hasta una parte importante de su comodidad, para caer presa en las garras de semejante tirana? Mucha. Más de lo que muchos quisieran admitir.

De no ser así, explíquenme por qué extraña razón tantas fotos de épocas pasadas desaparecen misteriosamente de los álbumes familiares cuando, en un ataque de nostalgia los revisamos y… ¡¡¡Horror!!! Vemos que quedaron como mudos pero explícitos testigos de las más extrañas cosas que hayamos podido usar o hacer, en aras de Su Soberana Majestad, “La Moda”.

Desde los peinados hasta las botas, pasando por camisas, vestidos, trajes, corbatas y cualquier otro elemento que se les ocurra, todos perseguimos ese objeto específico que nos daría el status social que la moda conlleva en el momento de auge. Eso sí, calendario de por medio, también sentimos la vergüenza y la incredulidad no sólo de haberlo usado sino de haber gastado unos buenos mangos en adquirirlo (¡¡y los que estaríamos dispuestos a pagar para que se borrara cualquier prueba incriminatoria!!).

Sabemos que la tendencia original es atribuir este voluntario esclavismo al género femenino pero, no seamos hipócritas, el fanatismo por las modas trasciende las limitantes de género (y de condición social, cultural, etc.). Bigotes finitos, gruesos mostachos o largas melenas devenidas en patéticos cobertores de incipientes peladas son también ejemplo de esto que digo.

Sin limitarnos a la ropa, hay cantidades de cosas que hicimos, hacemos y haremos para que todo nos quede artificialmente natural (de eso se trata la moda): que el pelo más claro (o más oscuro), que el ansiado cabello enrulado (léase: pocos años más tarde, será alisado), que la barba afeitada al ras (anteriormente conocida como barba hirsuta y enmarañada), y las mayores o menores expresiones vellosas que, como la tala indiscriminada, van dejando antiguos bosques reducidos a cuidados jardines mínimos.

Por estos vaivenes de la moda, y por todo lo que hacemos después del arrepentimiento para borrar las huellas de su paso por nuestro cuerpo, admiro la valentía de aquellos que se tatúan, sin pensar en el cambio que (incluso mañana mismo) podrán tener en los gustos propios o socialmente adquiridos. Imagino largas sesiones de “tormentas de ideas” caseras buscando transformar ese nombre que, tiempo atrás, era la unívoca representación del amor eterno, y que hoy se aleja en brazos de otro/a, en algo que exprese su actual sentimiento (un cráneo aplastado, un zapato pateando un culo… o el teléfono de un buen abogado de divorcios).

Pero, aun cuando no cambie el nombre de la compañera/o de vida, sí cambiarán los cuerpos y, en consecuencia, el ingenuo tatuaje actual podrá mutar a otro monstruoso: de delfín juguetón a ballena asesina, de jilguerito a tucán, de serpiente a hipopótamo, de símbolo chino a réplica de ruinas arqueológicas, o de escudo de club de fútbol a cartel de señal de tránsito. Por ende, repito, admiro a quien desafía el paso del tiempo y sus consecuencias, poniéndole literalmente el cuerpo a la moda.

Al resto, como recurso para evitar futuros dolores de cabeza, nos queda esquivar los flashes ajenos cuando, en medio de un casamiento o cumpleaños, nos quieran robar el alma y eternizar nuestra “moderna” juventud. O bien, admitir, de una vez por todas, que vivimos voluntariamente esclavizados a las ocurrencias de un puñado de tipos que, cada año, cambian el color y el estilo de la ropa que se fabrica para que todos creamos que tenemos que renovar el guardarropa, nuestro peinado o nuestro maquillaje para estar definitivamente “in”. Al menos, asumiendo esto, tal vez podamos tomarnos las imposiciones con más humor o menos obediencia.

domingo, 21 de noviembre de 2010

JUSTO A TIEMPO (Oda aplausística)

En el día internacional de la música (22-Nov),
este texto está dedicado a todos los músicos del mundo.

El primer acorde que escuché, la primera vez que fui a un show, fue un arreglo "a capella" cantado a cuatro voces, y me inundó tanto que me paralizó: Lóllipop-Lóllipop-pá-paúmba-pará-badá. No significaba nada, pero a mí no me alcanzaban los oídos para escuchar. Algo había estallado dentro de mí y las secuelas eran todas buenas. Buenísimas. Hoy, a casi 25 años de aquel entonces, sigo sintiendo la misma inconmensurable sensación cada vez que empieza un recital. Es que, de todas las ramas en las que se manifiesta el gran árbol del arte, la que más me emociona es la música y, dentro de la música, por una cuestión generacional, el rock.

Sí, me llamo Cecilia, cuya santa es la patrona de la música. Sí, mi hermano, y todos sus amigos, son músicos. Sí, mi viejo siempre se animó a cantar (y, todavía, se anima). Sí, nací en los setenta, justo cuando, en Argentina, el rock tenía una razón de ser más allá de lo musical, una brújula ideológica que lo guiaba, una vida propia que trascendía tiempo y espacio. Con eso, crecí y de eso estoy hecha, como muchos otros de mi generación.

Por eso, en mi casa, no se sorprendieron cuando me transformé en periodista de rock. Y, si bien adopté costumbres que aun hoy mantengo (como saber cuánto dura un show, cuántos temas se cantaron, cuántos invitados hubo, cuántos cambios de vestuario o de guitarra hizo el artista o cómo estaba conformada la banda que lo acompañó), nunca dejé de ser espectadora.

Y tanto es así que, cuando se hace presente la conexión, el aplauso se me vuelve la emoción más pura por ser el resumen más fiel de la relación entre artista y público. Es cuando nosotros decimos gracias, gracias por la música, gracias por la poesía. Y, aunque se mantenga el anonimato y la distancia, el del aplauso es el momento de mayor intimidad entre el músico y sus seguidores. Por eso, cada vez que aparece esa magia, aplaudo con las manos bien abiertas, como si en cada golpe les devolviera parte de esa felicidad que tanto dan.

¿Lo dije?, nací justo a tiempo. Justo cuando el cine argentino caía en comedias lavadas. Cuando la TV estaba tomada por Neustandt y todo sonaba a marcha militar, hasta la canción del mundial ’78. Justo cuando, para conseguir una buena entrada, había que hacer filas de horas y horas. Justo cuando todos los artistas que tenían algo para decir, lo decían. Justo cuando el “movimiento rock” englobaba a todos y les permitía la entrada a músicos como Piero, Víctor Heredia, Sandra Mihanovich, Silvio Rodríguez y la negra Sosa.

Es cierto, puedo aceptar que la tele se veía en blanco y negro, que para cambiar de canal había que pararse e ir hasta ella y que no había dibujitos toooodo el día. Recuerdo clarito, clarito que, para jugar a un video juego, había que pagar cada ficha, por lo que perder tenía otro sabor más amargo. Admito que no había PC, que los cines 3D eran un fiasco y que la Coca Cola era carísima y se accedía a ella, únicamente, en los cumpleaños. Además, si te olvidabas de algún nombre, no había forma de googlearlo en Internet y pasabas días tratando de recordarlo.

Aun así, festejo haber nacido justito para coincidir con Badía y Compañía, para convivir con la plena vigencia de la “Marcha de la bronca”, para ver y escuchar, en vivo y en directo, el bombardeo al Buenos Aires de un fantástico Charly García, en Ferro, o para ser testigo de la dulce carraspera de León Gieco, el vuelo poético del flaco Spinetta, la juventud de los Abuelos, la irrupción de Fito Páez, el ascenso de Soda Stéreo, la frescura de Viuda e Hijas, el éxito irrespetuoso de Sumo, la magia de Virus, las femeninas descripciones de Silvina Garré, el descaro de Los Twist y de Suéter, los insólitos bailes de Fabiana Cantilo, la exquisitez de Pedro Aznar, el ritmo pegadizo de GIT, la avasallante voz de Juan Carlos Baglietto, los agudos de Celeste Carballo, los solos de Pappo o el pogo de los redondos.

En Bariloche, bailé con tres bandas que recién empezaban: Los decadentes, Los Pericos y Los Cadillacs. Y, en mis “veinti”, recibí a unos visitantes y a un agente secreto futbolero y, cuando sumé a Divididos, no tuve que restar a nadie.

Los que me conocen saben que rindo alabanza a una sola Reina; que, para mí, el Adán del beat está multiplicado por cuatro tipos de Liverpool; que no tomo café salvo que sea de Tacuba; que, cautivada por su primer disco, revolví cielo y tierra para conseguir el segundo CD de Julieta Venegas cuando, en Buenos Aires, nadie sabía quién era; y que, para mí, Uruguay es Jaime, Jorge, un negro que anda loco de amor, un cuarteto casi nuestro y una vela no muy limpia. Porque, sin banderas ni fronteras, cuando la música ES, no hay un Joaquín español, sino un andaluz madrileño que rima con “blues” y con “porteño”.

Gracias a los músicos, con el rock protesté, me emocioné, lloré una injusticia, me enamoré, me colé, salté, me divertí, bailé, me empapé, leí, canté, no dormí, me enojé, me asusté, chupé frío, corrí, me relacioné y cometí varias locuras. Pero, fundamentalmente, con el rock compartí. Y, lo mejor, es que lo sigo haciendo.

Eso sí, ahora, que no quiero hacer más filas a la intemperie, apareció Ticketek para comprar cómodamente la entrada de Paul McCartney con la tarjeta de Banco Francés y en campo VIP, para no tener que empujarme con nadie. ¿No lo dije? Nací justo a tiempo. Bah, dos meses antes, porque soy sietemesina (perdón mami, por el apuro).

domingo, 7 de noviembre de 2010

EL NUEVO TRIÁNGULO DE LAS BERMUDAS

¿Adónde se fueron la “P” de psicólogo, la “P” de septiembre, la “T” de Carnet, y el acento de sólo? Quizás al mismo lugar adonde quieren mandar la letra cursiva, ya erradicada de varios países del primer mundo, o allí donde, tiempo atrás, querían enviar la letra eñe: al triángulo de las Bermudas gramatical, a la papelera de reciclaje linguístico. Pero, ojo, que, de este lado del mundo, hay muchos que se resisten y se niegan a decir setiembre, sicólogo y carné. Eso sí, decimos “vos sabés”, “che”, “boludo” y “jodéte”. Pero con todas las letras.

Es cierto, la cursiva es complicada, no es operativa ni se lee fácilmente. Pero es elegancia, es distinción, es sello propio, es identidad. No puede reproducirse a través de un teclado ni de una máquina de escribir: la cursiva es humana. Es la resistencia al era digital. La máquina puede imitarla pero nunca tendrá alma. Y, por ese único motivo, debería continuar: por poesía, por romanticismo.

En el idioma español, hay más de 2.000 palabras que usan la letra eñe. ¿Se imaginan un mundo sin el palito de la eñe? España sería Espana, pañuelo sería panuelo y cariño, carino. Flor de confusión crearía una uña, una peña, una cuña, una campaña, una caña o la acción de ordeñar. Pero, convengamos, que peor suerte correría la palabra año. Ya lo dijo, alguna vez, María Elena Walsh, “¡No nos dejemos arrebatar la eñe! ¿Quieren decirme qué haremos con nuestros sueños?”. “La eñe también es gente”, concluía la autora de Manuelita, de La cigarra y de tantos otras canciones entrañables, justamente, entrañables con eñe.

Con respecto a las letras, mi colega y periodista Natimí está totalmente en desacuerdo con romper la sociedad de la P y la T. Se niega a decir setiembre y dice que sólo aprobará este nuevo vocablo cuando, también, rija para las palabras aceptar, reptil, rapto y séptimo. Además, reclama que, si se usa setiembre, también debería usarse otubre. De lo contrario, el noveno mes del año, para ella, seguirá siendo septiembre, con la p pronunciada fuerte y claro.
En la misma línea, mi amigo Julidá, sugirió que, al aceptar carné, deberían también permitir el uso de ferné, bidé, buffé, interné y cabaré. Yo escuché. Dudé, pero acepté. Y, ahora, redacté. Así que leé.

Adónde se van

Todas estas “P”, las “T” y el palito de la eñe (que debemos imaginar todos aquellos que recibimos mails desde el exterior, con teclados que omiten la eñe) van a parar al triángulo de las Bermudas, una especie de papelera de reciclaje virtual que tiene varias categorías, una de ellas es la de las letras que quedan en desuso. No es algo de ahora, aclaro. Allí residen, por ejemplo y desde añares, la “B” que fue desterrada de la “obscuridad” o la “P” echada por sus propias compañeras de palabra en “escripto”.

Pero, según contó una letra desterrada que logró volver pero a otra palabra, parece ser que estas letras expatriadas se confabulan, en forma grupal, para volver conformando otra palabra, antes no aceptada, como por ejemplo ambientalista, tsunami, grafitero o web, que la Real Academia Española acaba de aprobar recientemente.

En este sentido, lo que más me preocupa, incluso más allá del regreso de algunas letras perdidas (que no le hacen mal a nadie, convengamos), es el regreso de otras cosas que caen en el triángulo de las bermudas y que podrían regresar de manera más riesgosa, como por ejemplo, todo lo que le sacan a las fotos originales antes de imprimirse en una revista o anuncio publicitario: arrugas, tatuajes, mugre, granitos, celulitis, ojeras, rollos, pelo, cachete caído, etc.

Se imaginan qué monstruosidad podrían llegar a conformar si se pusieran de acuerdo para regresar. Estudiando minuciosamente el tema, descubrí algunas teorías que pululan por ahí y que afirman que ya encontraron la manera de volver, una especie de ventana tecnológica por la cual pueden volver a este mundo y que, en algunos lugares, llaman TV. Según dicen, a través de ella, algunas cosas borradas volvieron en forma parcial: a los labios de Florencia Peña, al bozo de Moria Casán, a los pómulos de Graciela Alfano o a las patas de gallo de Solita Silveyra. Sin embargo, otros aseguran que han llegado a conformar un ente único por sí mismos y que, incluso, ese ente vive en Argentina, tiene nombre, apellido y fama propia: Ricardo Fort.

De confirmarse esta teoría, por favor, desde este humilde espacio, les pedimos a todos los responsables de enviar sobrantes al triángulo de las Bermudas, que lo piensen dos veces, después no nos quejemos de lo que nosotros mismos generamos. Y recuerden que, como bien dice el refrán, más vale una Chiqui arrugada que cien Rickys posando.

jueves, 21 de octubre de 2010

EL TEMPLO DEL AZULEJO

A mediados de los años ochenta y al frente de la banda Viuda e Hijas de Roque Enroll, Mavi Díaz entonaba una canción que todavía recuerdo perfectamente: “Mi mente va a mil cuando estoy en este templo, mi reino es aquí, sudor, mimitos, agua y esfuerzo. Ya no golpeen que no voy a salir”. Hablaba del baño, de “un lugar perfecto”, de “la intimidad del azulejo”. Por aquél entonces, y yo puedo dar fe porque tengo un hermano músico que todavía lo hace, la chica se encerraba en el toilette con su guitarra a componer o a tocar porque allí, como alguna vez aseguró el mismo Paul McCartney, el sonido tiene otra acústica.

Sin embargo, no es la guitarra la única rareza que podría presentarse como alternativa a los tan popularizados libros o revistas como compañía para los menesteres “bañísticos”. Hoy por hoy, una viola es lo menos cool que puede llevarse uno cuando necesita sentarse en el trono.

Hugorró, compañero laboral que suele compartir sus picardías familiares con quienes lo rodean, me contó que, cierto día, se le ocurrió llevar al baño, y dejarlo (ésta es lo más destacable), un video juego de mano: el tetris. De este modo, cuando uno pasara más de un ratito, podría divertirse con el ingenioso aparato acomodando ladrillitos de diferentes tamaño, como buscando inspiración, digamos. Y cuando pensó que tal iniciativa iba a ser centro de burlas en la mesa familiar, nadie dijo nada. Al contrario, a los cuatro días, descubrió que las baterías del juego estaban totalmente agotadas.

Entonces me permití indagar acerca de las cosas que uno lleva al baño para “pasar el rato” y, realmente, me admiré. A los libros, revistas y guitarras, no sólo se le agregó el tetris, también entró en la lista las evaluaciones matemáticas para corregir de Silvivá, los naipes de joseló, el termo y el mate y hasta la comida de Fernagó, la Notebook de casi todos aquellos que tienen una, el teléfono celular, y, atención porque esto sí es extraño, unas piedritas para jugar a la payana. Esto, francamente, me superó: no puedo entender sobré qué o en qué posición puede uno jugar al dinenti estando sentado en el trono, sin hablar siquiera de la puntería que uno pierde en el momento mismo.

Claro que eso, igualmente, está lejos, lejísimo, de la costumbre arraigada en las grandes ciudades del primer mundo. Mi amigo Toshikí me confirmó la tendencia, masiva, a comprar TV de plasma (ocupan menos espacio) e instalarlos en la pared frontal al asiento más frecuentado de la casa. Acá, en cambio, no pasamos de dejar entreabierta la puerta del baño, cuando hay intimidad suficiente, para poder cogotear la tele desde allí (o, al menos, escucharla).

Peor es el caso de quienes entregan partes del baño en manos de sus mascotas: gatos que pretende usar el bidet de bebedero, loros que cantan con sus dueños en plena ducha (del dueño, claro) o, como le pasó a mi amigo Pablozó, que descubrió que uno de sus clientes (no vamos a revelar cuáles son sus servicios) usaba la bañera como cucha para su pastora alemán que, hacía semanas, había parido seis cachorros. Todo esto, en un baño dos por dos y sin ventilación. No puedo imaginar dónde se ducharía el dueño de casa.

En el otro extremo están los pudientes que se llevan el reproductor portátil de DVD, para matizar un baño de inmersión con sales aromatizantes o los más jóvenes que irán con el MP3 a bailar frente al espejo. En cambio, los desprevenidos que no han llevado nada deberán recurrir a todos los productos de perfumería que tienen a mano para encontrar una lectura y poder ocupar la mente con algo. Y aquí radica el centro de mi reflexión: ¿Por qué debemos ocupar la mente con algo? ¿Por qué no podemos, simplemente, “perder” ese rato en no hacer extra más que aquello que nos ha llevado hasta allí?


“El vértigo de la vida moderna -dicen algunos- nos impulsa a seguir a 100 km/h aun cuando podemos aprovechar para despejar la mente”. “Es que ocupando la mente nos olvidamos de lo que estamos haciendo, que no es muy agradable, sobre todo para los que tienen tránsito lento”. “Porque me aburro”. “Porque me ayuda”. “Porque si no hago nada, me da más ansiedad y me cuesta más”. “Porque lo disfruto”.

Tránsito lento, embotellamiento, corte de ruta o calle despejada, no impide que, en la mayoría de los casos, la tabla del trono quede marcada en la baja espalda de quien acude a él. Aunque, claro, vale la pena aclarar que este recurso queda absolutamente vedado a las madres (o abuelas) de niños menores de tres años que están a su exclusivo cuidado: en ese caso, no se sabe cómo, el tránsito lento pasa a ser exceso de velocidad, y nada de puerta cerrada.

jueves, 7 de octubre de 2010

EL OTRO "CINE VERDAD"

Por Leandro Renou y Cecilá

Cunegundo es un jubilado y asiduo asistente al cine. Todos los lunes, a las 16, lentamente, atraviesa el hall principal sin comprar entrada ni pochocho ni bebida, y se dirige derechito al ancho pasillo que une todas las salas donde se proyectan las películas. Los recepcionistas, cuando lo ven venir, miran a un lado y a otro, como distraídos, y se juntan para decirse algo mientras le dan paso, casi ignorándolo. Y él pasa. Entra a una u otra sala, le da igual, porque su pasión va más allá del film que se proyecte, su pasión es el cine mismo.

Cuando empezó a frecuentar las salas, a sus siete años, acá en Argentina, las películas eran mudas, en blanco y negro, emparchadas y reproducían sus imágenes a una velocidad que no tenía relación proporcional con el movimiento real. Él lo sabe. Pero igual lo añora.

En cambio, hoy, el séptimo arte es diferente. Es 3D, con sonido envolvente y con sillones reclinables. Es más verídico, suele admitirlo si uno lo aprieta un poquito, pero también “más de plástico”, dice. “Para muchos, dejó de ser algo especial para volverse una cosa común, y todo lo que es común -argumenta Cunegundo- es intrascendente, como el plástico: parece bueno pero, en definitiva, es berreta y falso”.

A pesar de que no es una novedad, Cunegundo todavía no se acostumbra a que, ahora, en los cines se come, pero no una garrapiñadita antes de entrar o un maní con chocolate en la butaca; hablamos de comer, pero lo que se dice COMER: pizza, empanadas, tacos, panchos y hamburguesas en plena sala y con los aromas que la práctica de masticar conlleva mezclándose al compás del aire acondicionado.

“¿Cómo puede uno comer y mirar la película a la vez?”, se pregunta siempre mientras contempla las caras de las personas iluminadas por la pantalla multicolor, al mismo tiempo que ve caer la mitad de los alimentos al piso. "Es que nadie se da cuenta cuando se le cae algo encima estando a oscuras", se repite, en voz baja, para justificar su paciencia. Luego, al salir, lo de siempre: manchas de aceite en los pantalones, pedacitos de lechuga en camisas y remeras, y hasta algún tupido bigote coloreado con mayonesa de un pancho.

La magia tal vez sea la misma pero la gente no. Antes, la gente se empilchaba y se arreglaba, hasta iba a la peluquería previamente, porque ir al cine era una salida de gala. “Ahora, van en ojotas”, se queja con nostalgia.

Añora aquellos años en los que no le temblaban las manos, en las que veía mejor en penumbras que al salir de la sala y cuando sus oídos detectaban el murmullo perturbador de algún mocoso a metros de distancia. Por eso, se pasea una y otra vez por las salas, mirando atento a todos.

Es que Cunegundo los conoce. Él, como nadie, tiene esa capacidad de identificar, por un lado a los revoltosos, a los irrespetuosos, a los comentaristas y, por el otro a los impacientes, a los intolerantes, a los amantes del cine en silencio. Es por eso que entra a la sala, y bajo la luz todavía tenue, los identifica, y, cálidamente, les sugiere una ubicación distinta si ve que dos personas incompatibles quedan como vecinos de asiento. A veces, también lo admite, peca de metido, es cierto, pero no puede evitarlo. Sobre todo con los que hablan durante la proyección de la película. Sabe que, cuanto más silenciosos son mientras esperan para entrar, más comentadores serán en pleno film: bajo el anonimato de la media luz, descargan toda su artillería de adjetivos, sustantivos, verbos, adverbios, onomatopeyas, conjunciones, interjecciones, carcajadas y ahogos.

También identifica el fenómeno de las parejas que salen por primera o segunda vez. Antes, en sus años mozos, los novios usaban el cine como elegante excusa para encontrar un momento de álgido romanticismo en el film y, copiando a los astros de Hollywood, robarle un beso a la chica, o lo más cercano a un beso. Ahora, los chicos son más rápidos, es cierto, pero igual los nervios aparecen. Se les cae la mitad del pochocho queriendo bajarle el asiento a la damita o intentando pasar por delante de alguien que está cómodamente sentado (tobillo derecho sobre muslo izquierdo).

Con una mirada, puede reconocer a los que se paran en el medio de la película para ir al baño, a los chicos que dan patadas a los respaldos de adelante, a los que pegan chicles bajo los asientos, a los que no apagan los celulares y a los que, incluso, reciben llamadas, a los que se duermen y roncan y a los que leen los subtítulos en voz alta.

Sabe de memoria los escalones y los baja como una primera vedette, sin mirar hacia abajo y atento a todos los asistentes. Y, cuando la sala se vacía, ve (aunque no toca) todo lo que se cayó al piso: restos de comida, paquetes de golosinas vacíos, lentes, pañuelos de papel usado, paraguas y hasta celulares y billeteras. Entonces, extrae de sus ropas un perfume ambiental en spray (no en aerosol) y fumiga los cuatro rincones.

Luego sale, avisa a los chicos de uniforme sobre las cosas olvidadas y busca otra sala. Entra y repite la coreografía. Los recepcionistas apenas lo miran, tal vez ni sepan que 45 años de su vida los pasó siendo acomodador de un cine de Ramos Mejía. Quizás tampoco sepan que presenció más 30 mil proyecciones de diferentes películas o que aún lleva su linterna de bolsillo encima. Y tampoco se imaginan que la gente, antes, lo saludaba cálidamente al llegar y al irse. Por eso, seguramente, no entienden por qué prefiere recorrer sigilosamente los pasillos de la sala en lugar de sentarse y, por fin, ver la peli como uno más.


lunes, 20 de septiembre de 2010

DE MEMORIA (homenaje a Tato Bores*)

“Reparamos memoria”, decía el aviso. No sé cómo lo divisé entre todos los mails recibidos, los que ofrecen base de datos, los que publicitan las mejores ofertas, los que aseguran noticias verdaderas o los que proponen una elongación peneana. Este decía: “reparamos memoria”. En el instante que nos toma decidir abrirlo o eliminarlo, intenté imaginarme lo que significaría esto de reparar la memoria: ¿podría uno elegir qué recuerdos tener y qué recuerdos no, independientemente de lo vivido? Entonces fue cuando me atrapó el debate que discute sobre qué es lo que más se disfruta en la vida, hacer algo, vivir con el recuerdo de lo hecho o, directamente, contarle a los demás que se hizo algo, aun cuando no se haya hecho.

Para averiguarlo, entonces, largué todo, PC, Outlook y escritorio, manoteé la campera porque todavía hacía algo de frío en el fin del agosto argentino, y salí como rata por tirante buscando respuestas a mis nuevos interrogantes.

Al primero que encontré fue al encargado del edificio donde está mi oficina, Carlosé, y le pregunté: “¿De qué disfruta más la gente, de hacer las cosas, de recordarlas o de contarlas?”: “De contarlas”, me aseguró sin siquiera mirarme y con un profundo conocimiento profesional del tema, mientras, de rodillas, terminaba de encerar la última cerámica del hall principal.

“Después nos vemos”, le dije, saludando, y me subí el cierre de la campera porque el viento, en esa cuadra, es terrible. Empecé a caminar en dirección a Plaza de Mayo. Justo, en ese preciso momento, escuché unos estridentes cuetazos y, alarmada, le pregunté a uno que venía de frente, quien, sin detenerse, me contestó: “Son los canarios…”. “¿Quiénes?” Volví a preguntar pensando en qué tipo de comida podía causar que semejante ruido proviniera de un canario, y uno que venía detrás de mí y que había entendido lo que dijo el que nos cruzó, me repitió: “Son los bancarios que se quejan de los banqueros”.

Ah, claro, los trabajadores “bancarios”, que son los que realizan sus labores en una entidad bancaria viendo pasar infinidad de dinero sabiendo que no es de ellos, se quejan de los señores “banqueros”, dueños del banco y que, también, ven pasar infinidad de dinero pero, a diferencia de los otros, cada tanto se quedan con algo de esa platita, porque creen que sí es de ellos.

Di vuelta la esquina y me di cuenta de que estaba cerca de la oficina de mi amigo LuigiNí, contador excelso de una empresa top, que se pasó cinco años de su vida estudiando una carrera para, luego, hacer que las cuentas siempre le den cero. “Se puede disfrutar haciéndolo, luego recordándolo y, por último, contándolo; pero, en este caso, la suma de factores no altera el producto, se puede contar primero, luego recordar lo que contamos y, finalmente, de tanto decirlo, sentirlo como vívido. Incluso, podría decirte que contarlo es la suma de vivirlo y recordarlo, o bien que contarlo es igual a recordarlo, aun cuando vivirlo sea nulo”.

“¿Ah, esta es la razón por la cual algunos políticos recuerdan cosas que no hicieron y se olvidan de otras que sí hicieron?”, concluí dejando al matemático sacando el logaritmo natural del producto de cinco coma tres por cuatro coma siete elevado a la séptima potencia.

Volví a las calles y, después de esquivar a los bancarios, tomé por Diagonal Norte hacia el obelisco. Allí me encontré con cuatro chicos jóvenes que tenían unos carteles que decían: “Abrazos gratis”. La gente que pasaba por al lado miraba de reojo, sin animarse a detenerse. Yo me detuve. “Hola Cecilá, hace tres horas que estoy acá y sólo dos personas me pidieron abrazos”, me dijo antes de que yo pudiera decir algo. “Yo quiero”, le supliqué. Después de un largo abrazo al rayo del sol, le hice mi pregunta. ¿De qué disfrutas más, del abrazo, del recuerdo o de contarlo en los medios, diciendo que sos de la compañía Acme y que vas a estrenar una nueva obra en la calle Saraza?”. No me contestó, porque, justo detrás de mí, llegaron todos los bancarios que se quejaban de los banqueros para pedir un abrazo gratuito… “nadie nos quiere”, sollozaba una, “nos piden monedas, nos pagan sin cambio, nos ponen mala cara siempre, resoplan cuando vamos al baño… nadie nota que nosotros también necesitamos un abrazo”.

Decidí huir y giré por Corrientes, en búsqueda de más gente que pudiera darme una respuesta, cuando, de golpe, me topé con el diputado Rodobó que salía apurado de una librería con unos libros bajo el brazo. “Señor diputado”, le dije, “No, no, estos libros son míos; yo, cuando entré a la librería, ya los traía conmigo”, se defendió. “No soy del negocio, sólo quiero saber si es posible que la gente cuente un recuerdo aun cuando el hecho en cuestión no haya existido”, lo tranquilicé. “Ah -me dijo aliviado, mientras miraba desconfiado por sobre mi hombro en dirección al comercio– es una buena pregunta, el año que viene vamos a impulsar una ley que prohíba que la gente cuente cosas que no vivió”, me dijo y cruzó la calle apresurado.

Me quedé atónita, casi sin aire, y mientras lo veía alejarse, me interceptó un señor barbudo, canoso y con gafas redondas sobre sus narices: “La memoria es el recuerdo de un pasado vivido o imaginado”, dijo, leyendo un libro, y agregó, “Pierre Nora, filósofo francés”. Bajó la vista nuevamente y continuó la lectura: “La memoria, por naturaleza, es afectiva, emotiva, abierta a todas las transformaciones y, curiosamente, inconsciente de esas sucesivas transformaciones”. En conclusión, volvió a mirarme, “la memoria tiene en sí misma el poder de la verdad, lo que se recuerda, es, y lo que no, no es”. “Y ¿usted quién es?”, consulté, “¿no me recuerda?”, me contestó pícaro. Francamente, no me animé a decir que no y, con una sonrisa cómplice, le dije: “¡Claro que sí, suerte!”.


* Tato Bores fue un artista cómico argentino que se destacó principalmente por su humor político. Condujo programas como Good Show, Tato de América, Tato Diet, Tato que bien se TV, Tato vs. Tato o Tato para Todos (en plena dictadura militar), en los cuales, entre otros, hacía un recordadísimo sketch en el que desgranaba sus monólogos con ironías sobre el mundo de la política. Aquí, un humilde homenaje a modo de pastiche.

viernes, 10 de septiembre de 2010

EL CONTAGIADOR CONTAGIADO

- No sos gordito –le dije a mi amigo– además, si fueras gordito, ¿cuál es? Si, al fin y al cabo, lo estético no es lo importante.
- ¡Hipócrita! –me acusó él– lo decís porque sos flaca, ¿vos saldrías con un gordito?
- Sí, he salido con gorditos – contesté.
- ¡Mentira! Todos los que dicen eso, son funcionales a la sociedad que castiga a los gorditos, sólo por ser gorditos – respondió tajante.
- Bueno, yo lo digo para que sepas qué es lo que piensan los demás de vos y no sufras por algo que no es – intenté.
- No quiero renunciar a lo estético sólo porque no es importante, a mí me haría sentir mejor ser más flaco y punto- concluyó.
No logré el objetivo.

Alguien, alguna vez, elaboró una teoría sobre mí y me dijo que, por un lado, yo podía captar las emociones de la gente que me rodeaba y que, a partir de eso, solía lograr conexión con ellos: para decirlo gráficamente, sufrir cuando alguien cercano sufre y gozar cuando alguien cercano goza. A la vez, y por otro lado, me dijo también, que yo tenía cierta capacidad de poder transmitir y contagiar a los otros con mis propias emociones. Algo que primero emparenté la sugestión del otro. Pero, dado el fracaso del primer diálogo, me propuse analizar la teoría para terminar de desecharla.

Para comprobar este supuesto, que se hamaca entre el egoísmo y la comprensión, apelé al mundo de las respuestas televisivas y consulté el listado del llame-ya, en el cual todos los artefactos son perfectos y a precios regalados, pero no vendían ningún registrador de emociones para comparar lo que yo creía que el otro sentía con lo que marcara el registrador. Por tanto, salté al mundo de las ideas (modernas) que, replicando a Platón, se multiplican infinita y desordenadamente en Internet. Allí, encontré una posible forma de verificar mi propio termostato emocional: el bostezo.

Dicen en la web, que el bostezo es contagioso sí y sólo sí (chequeen el término científico) el contagiado y el contagiador pueden establecer una relación de empatía. De este modo, el contagiado es alcanzado por la necesidad irrefrenable de bostezar a cinco segundos de ver un bostezo ajeno sólo cuando “puede ponerse en la piel del otro”, es decir, en la piel de quien bosteza, todo esto, según el versículo .com del Sagrado Testaferro según San Bill.

Habiendo creído encontrar la verdad de la milanesa en la red de redes, me dispuse, presta, a llevar a cabo un trabajo de campo que me sirviera, por fin, para verificar si yo era buena receptora y/o buena transmisora emocional.

Así fue que, tratando de comprobar si me contagiaba, me pasé dos meses buscando caras con bostezos en el subte, tren y colectivos de Capital y el conurbano bonaerense. No fue nada difícil.

Me topé con bostezos que dejaban ver caries, arreglos de caries, fundas de oro, huecos, un cacho de pizza y un cepillo de dientes olvidado. Bostezos en do, bostezos mudos, bostezos quejosos y bostezos que mueren en fuertes suspiros aguditos. Bostezos que arrugan frentes, bostezos que cierran ojos, bostezos que vuelcan cabezas, bostezos de los que escapan lágrimas, bostezos que babean, bostezos impolutos, bostezos chantas (de los que, a continuación, se hacen los dormidos para no ceder el asiento), bostezos entrecortados, bostezos continuados, bostezos que hacen temblar las manos, lluvia de bostezos.

Siempre me contagié. Por tanto, no es que sea yo una persona que se aburre fácilmente o vive con sueño, sino que logro la famosa empatía, es decir, logro percibir lo que le pasa al otro.

Sin embargo, he de declarar que mi bostezo (contagiado y recontagiado) siempre mantuvo mi propio estilo de bostezo: me contagio, pero bostezo desde mi “yo”, desde mi perspectiva, desde mi forma de sentir el bostezo, desde mi realidad: la interpretación de lo que el otro piensa o siente, siempre se hará desde mi perspectiva, con el error que ello implica. Entonces, quizás el error sea confiar demasiado en lo que uno supone que el otro piensa, un desacierto que parece ir creciendo cada vez más, a la par que disminuye el diálogo cara a cara.

Ustedes dirán que me resta ver si yo puedo contagiar a los demás. Pues eso lo estoy comprobando ahora mismo, mientras ustedes leen la palabra bostezo 44 veces en el presente texto. Si tengo poder de contagio, estarán bostezando. Si no, tampoco logré este objetivo.

viernes, 20 de agosto de 2010

DECIME CUÁL, CUÁL, CUÁL ES TU NOMBRE

Siete días antes de descansar, Dios creó los cielos y la tierra. Y dice el Génesis que, “en el principio, fue la luz, a la que apartó de las tinieblas”, y las llamó “día” y “noche”. Luego “las aguas, a las que apartó de la seca”, y las llamó “mares” y “tierra”. Más tarde, la hierba, los árboles y los animales. Y, por fin, llegaron el hombre y la mujer, quienes, tras recibir la bendición divina, se dedicaron dar nombre a todos los hijos que tenían y a todas las cosas que iban descubriendo e inventando. Claro, al inicio fue fácil, Caín, Abel y todos los demás. Pero después…

Los hijos de Adán y Eva trataron de hacer su mejor esfuerzo pero, ya sea porque no estaban inventados los nombres o porque no estaba inventada la creatividad, la cantidad de hijos les agotó la mente. Por eso, primero recurrieron a los números, hábito que todavía persiste. Luego, alguien tuvo la feliz idea de asignarle a cada día del año, el nombre de un santo ¡y santo remedio! ¿El nene nació un 11 de enero?, Higinio; ¿la nena vino un 9 de febrero?, Apolonia. ¿Mellizos el 24 de marzo? Berta y Agapito. En fin, el santoral resolvía todos los inconvenientes.

De todos modos, los nombres no alcanzaban y, entonces, aparecieron los primeros apellidos. Elegidos para distinguir a los que eran hijos de, a los que tenían un oficio, a los que venían de determinado lugar o a los que tenían ciertas características físicas, los apellidos sirvieron para distinguir a los integrantes de una misma familia. Pero, como era de esperar, la composición conjunta de nombres y doble apellido fue peligrosa. Y lo sigue siendo: si miran nuestra guía telefónica podrán encontrar a Rosa Ramos Flores, Ángeles Fuertes de Flojo, María Zoila Pérez Sosa, María Baba de Toro y Mónica Galindo. Y más conocido a nivel local, en San Justo, vive doña Silvia Memeo que se casó con el Sr. Parada. Los riesgos del amor que le dicen.


Soluciones al alcance de la TV

Pegadito, pegadito, apareció la farándula y, quizás por las incómodas combinaciones o porque su apellido real les resultaba muy poco pegadizo (no da que un famoso se llame Reginald Kenneth Dwight –Elton John-, Louise Ciccone –Madonna- o Issur Demsky Danielovitch -Kirk Douglas-), algunos aprovecharon para deshacerse de los nombres originales. Así, Roberto Sánchez fue Sandro, Clotilde Acosta pasó a ser Nacha Guevara (más revolucionaria), Rosa María Juana Martínez Suárez se transformó en Mirtha Legrand (más chic), Graciela Zabala le birló el apellido a Jorge Luis y pasó a ser una Borges (más intelectual); Reina adoptó el apellido Reech para reemplazar su original José (más diva); y Gladis Osorio mutó en Mercedes Sosa (más Folk).

En algunos casos, es entendible: si no se llamara Horacio Guaraní, ¿alguien recordaría que aquél cantor que no se quiere callar se llama Eraclio Catalín Rodríguez? Peor aún, ¿algún productor le daría trabajo a ese simpático conductor sabiendo que se llama Alberto Fernando Pochulú? Menos mal que, entonces, se puso Fernando Bravo. Y Johnny Allon, ¿habría sido el ícono musical más bizarro de los sesenta si se presentara como Juancito Sánchez?


Así en el fóbal como en el rock

Pero, como si esto fuera poco, surgieron los jugadores de fútbol, que, bajo la falsa pretenciosa originalidad de los relatores, se balancearon entre ser personas de primer nombre, segundo nombre y apellido (Ubaldo Matildo Fillol, Leopoldo Jacinto Luque, Mario Alberto Kempes, Diego Armando Maradona y Juan Román Riquelme) a personajes cuyo sobrenombre era “imprescindible para ser”: que el nene, que el bocha, el pinino, el matador, el loco, el patrón, el mago, el jefe, lechuga, carucha, el polilla, el pato, el conejo, el piojo, el mono, el burrito, el ratón, el cáta, el gringo, el pelado, el colorado, el pítu, el cúchu (no confundir con “la cúchu”), el pipa, el apache, el ogro, la bruja, el príncipe, el rey, el mesías y, directamente, Dios.

Y ya que volvemos al origen de todo, vayamos al origen del rock. También hubo que bautizar a esa yunta de personas que se reunían a hacer ruido. Y aquí, sí, podemos esperar nombres creativos, ya que se trata de artistas. En Argentina, los primeros optaron por animales o frutos (Los Gatos, Almendra), creando una verdadera tendencia (Los ratones paranoicos, Rata Blanca, Los pericos, Banana y un largo etcétera). Después, se pasó a expresiones tomadas del latín (Vox Dei, Sui Generis, Crucis) y, luego, a la propia imaginación fogosa, lúcida y pegadiza de la juventud de los ochenta (Zas, Soda Stéreo, Los enanitos verdes, Suéter, Los Twist o Viuda e hijas de Roque Enroll). Lo que vino después fue, directamente, la debacle: Martes Menta, Mortadela Rancia, Los calzones rotos… ¿Cómo fue que pasamos de V8 a Airbag?

Las personalizaciones también picaron en punta: las huestes de Billy Bond (y la pesada) y Patricio Rey (y los redonditos) darían pie a Don Cornelio (y la zona). En tanto, las posesiones (o ex posesiones) de algunos también llegarían a las marquesinas del rock: esta tendencia creativa fue vista aquí con La mancha de Rolando (Rivas), La cresta de Don Gregorio (de Laferrere) y Las pelotas (en este caso, anónimas); aunque también inspiraron a músicos de la madre patria que se inclinaron por La oreja de Van Gogh, nombre de la retornada y popular banda española que hace referencia a la extremidad perdida por el famoso pintor holandés, opción que surgió después de descartar los otros dos nombres que tenían como alternativa: La Mano de René Lavand o El piripítchio de John Bobbit.

“Nomen est omen”, decían los romanos. Los nombres son presagios, el nombre es el destino. ¿Qué significará, entonces, que los argentinos nos apodemos mutuamente con un simpático “boludo”?



lunes, 9 de agosto de 2010

MIEDOS SUBTERRÁNEOS

¿A quién no le pasó alguna vez?


Tarde de lluvia. Subte, Línea A hacia Primera Junta. Saliendo de la estación Perú, el tren empieza a andar lentamente. Con ese vaivén característico ya de la línea más antigua de la red de subterráneos de Capital Federal, el crujir de la madera y el intermitente apagado de las luces se suman al ruido que crece hasta volverse ensordecedor, los sacudones y la mala ventilación. Todo esto, además del incómodo momento de estar rodeado de desconocidos, parados a menos de un metro de distancia, y no mirar a ninguno. De repente, lo temido. La formación se detiene tras un largo chillido de los frenos. No hay estación, pero se detiene.


Estamos varados en medio de ese túnel oscuro, donde lo único que se ve es el aire espeso escapando hacia la superficie. Pasaron sólo dos segundos pero nuestra mente corre rápidamente. ¿Y si no arranca? ¿Tendremos que salir a caminar por esta gruta ferroviaria llena de oscuridad? Yo me quedo. No, mejor no. Porque, por ahí, me ahogo. Es más, ahora mismo creo que ya no puedo respirar. Si hay que salir, salgo. ¿Y si viene otro subte de frente y nos pisa? Porque por más que me corra no hay espacio para caminar sin que te pise. Además, está lleno de cables. No, yo me quedo. Mirá si piso un cable de electricidad y caigo fulminada. No, definitivamente, me quedo.


Los segundos pasan y uno busca alguna señal en los otros pasajeros. Antes, ni los miraba, aún a riesgo de quedarse con tortícolis, se la pasaba uno viendo esas estúpidas publicidades baratas que no convencen a nadie. Pero, ahora, los miramos, nos miramos. Alguno disimula, o intenta ocultar su miedo. Porque todos tenemos miedo. Alguna chica se abanica disfrazando su terror de acaloramiento. Otros hacen de cuenta que no les importa... pero les importa. Tienen tanto miedo como yo... y como todo el resto. Lo veo, en su pestañeo más veloz, en su impaciencia, en su consulta al reloj.


Y el tren no arranca.


Ahora es todo el pasaje el que se transfiguró. Por más que quieran esconderlo, todos sabemos que nadie quiere caminar por las vías. Vaya uno a saber cuántas ratas estarán esperando que el tren no arranque y que tengamos que salir a andar por los durmientes. Cuántas ratas y cuántos murciélagos, porque debe haberlos.


Y el tren no avanza.


Algún obeso señor ya sacó el pañuelo y empezó a secarse la frente. Otro chico sube el walkman tratando de escapar de la disimulada histeria colectiva. Y lo único que escucho es su música. Su lejana música. Tapada por el resoplido de alguno que sí se anima a empezar a mostrar su miedo. Porque todos sabemos que si, en este momento, hay un corte de energía y se apagan las luces, tampoco van a andar los ventiladores. Y nos vamos a quedar sin aire. Sin luz y sin aire.


Todo porque el tren no se mueve.


El hombre de traje negro, sofocado, se afloja la corbata. La doña se seca la transpiración de las manos en un pañuelo diminuto. Ellos, tal vez, también sepan de esa historia que escuché: la del fantasma del hombre degollado en la estación Sáenz Peña que se aparece encima de un gran charco de sangre, en el andén o en las vías del tren. O la historia de la mujer con el vestido de novia, la “dama del subte”, que murió bajo una formación de esta misma línea cuando su novio no acudió al altar. No, gracias, me quedo.


Uhh, pero… si el tren de atrás no nos ve y nos choca. A ver... yo estoy en el segundo vagón... ¿qué tanto me afectaría una posible colisión? Lo admito, ya estoy muy, muy nerviosa.


Noto una leve taquicardia que me está acelerando la respiración. Un frío en el estómago pide, a gritos, calma. Trato de tragar saliva pero ya no me queda. Recuerdo la tercera historia de fantasmas de la línea A y el mito sobre la media estación. No quiero saber qué pasó con esos dos operarios que se aparecen sentados en una estación inexistente entre Pasco y Alberti. Trato de no pensar. No sé que hacer y ya casi no puedo esconder mi palidez. Trato de hablar pero no me sale la voz. Cuando, por suerte, tan de repente como se paró, después de treinta segundos de haberse detenido, el tren empieza a moverse nuevamente.


¡Por fin! Lo único que me faltaba era llegar tarde...

martes, 20 de julio de 2010

PALABRAS MÁS, PALABRAS MENOS

Por Cecilia Valenti (actriz y guionista argentina residente en Italia desde 2005) y Cecilá.


Esta reflexión comienza cuando una tarde estando en mi casa de Italia con Chiara, mi hija, que tenía tan sólo 20 meses, la veo acercarse con la palita de jugar en la arena y me dice “mamá, esto: pala”; acto seguido va a su caja de juguetes, agarra una pelota, vuelve, y con cara de desconcertada repite “mamá, esto: pala” (en italiano, pelota se dice, fonéticamente, pala). Yo, un poco sorprendida, un poco confundida, un poco orgullosa por su facilidad para aprender las dos lenguas (española e italiana) al mismo tiempo a su temprana edad, la aplaudí y festejé su progreso, a la vez que empezaba a reflexionar sobre algunas cuestiones léxicas...

Enseguida recordé un episodio, cuando recién arribada a la península itálica, concurrí a una de la primeras clases del curso de recreación y, al mejor estilo de “Profesora de actividades prácticas”, apareció una señora con una bolsa llena de tubitos de papel higiénico y telas de varios colores. Se presentó diciendo, obviamente todo en italiano, “conmigo van a aprender a trabajar con eso que ya no se usa”. Hasta ahí, venía todo bien, hasta que dijo: “hoy, vamos a construir un portapene”. Tratando de aguantar mi carcajada, giré mi cabeza para observar la reacción de las demás participantes y todas parecían muy convencidas de lo que iban a hacer, salvo una en el fondo, una hindú que no habló una palabra en italiano en todo el curso y que, debajo de su velo se hallaba más desconcertada que yo, me le acerqué y le dije: “¿che cosa ha detto? ¿Un porta pene?”,- “io no capito, io sólo ínglish”, me respondió la bangla.

Estuve a punto de traducir portapene en inglés, después de mis 9 años de estudio de dicha lengua, pero desistí; mucho después, comprendí que era un simpático e inofensivo portalápices, con materiales reciclados. De ahí, mi conclusión sobre estas palabras y muchas otras, y me dije: entonces, los tanos escriben con la penna y, cuando la pena es más de una, son los penne; juegan al fútbol pasándose la pala; los domingos se encuentran en la messa con el cura; no sé cómo hacen pero huntan el burro en la tostada y plantan tomates en el orto; después de ir al baño, se limpian con la carta (higiénica) y para señalar el techo invocan a teto (¿Medina?), cuando acaban algo dicen que está ya fato, todo lo que comen es chivo, los nenes hacen nana cuando duermen, y noni, sólo sus abuelos. Si pedís un saco te van a dar muchos, si decís que tenés un filo te alcanzan la aguja, nunca pidan un vaso para tomar agua porque además de ser muy grande le van a tener que sacar primero la planta y, después, la tierra, y si haciéndote el tanito simpático, decís por una de esas, un vasino, sabé que estas pidiendo una pelela.


¿Hablamos el mismo idioma?

Pero, las diferencias lingüísticas no surgen sólo cuando se compara el italiano con el español. Las variaciones y coincidencias idiomáticas que conducen a confusiones, a veces inoportunas, existen también dentro de una misma lengua. Y una de los idiomas que más variaciones registra es la nuestra: ésta sí, que hasta tiene dos nombres, el español, de España, o el castellano, de Castilla. Es que de allí, es el idioma castellano, que se hizo más famoso cuando vino un Quijote que era de la mancha. Más tarde, un tal Hernán, que no era muy cortés, se fue al norte de América. Y, casi al mismo tiempo, para el sur, vinieron Pizarro, de Trujillo, y un tal Pedro, de Mendoza. Y, en un abrir y cerrar de ojos, el español/castellano se volvió el idioma más hablado del mundo. Eso hasta que los chinos, que no paran de incrementarse demográficamente, nos dejaron segunditos.

Pero volvamos al español, al idioma español, utilizado no sólo en España sino también en todos los países de América Latina, salvo Brasil. Bueno, lunfardo mediante, con sus variaciones.

La excesiva ingesta de alcohol, por ejemplo, te deja jalado en Cuba, chapeto en Colombia, cufifo o pico en Chile, tiznado en Centroamérica, jumado en Panamá, yucazo en Bolivia, maiceado en Nicaragua, fututo en Costa Rica y soropete en Honduras. Al otro día, aquí, se siente la resaca, en Venezuela el ratón, en Colombia, el guayabo, en Ecuador, el chuchaqui, en Panamá la goma, y, en México, la cruda.

Y ya que hablamos de México, allí, a diferencia de nosotros -que nos comemos las eses-, tienen abundante entusiasmo por pronunciar las eses. Pero, así como adoran las eses, tienen un problemita con la letra jota: en Andalucía, donde está el cantar jóndo, le ponen jota a todo, en Centroamérica la pronuncian como una hache ahogada: trabáho. Pero, en México, la jota no sólo es jota cuando es jota, sino que es jota cuando es equis. ¿Se marean? A ver: México, con equis, se dice Méjico, con jota, pero se escribe México, con equis. Lo mismo ocurre con otras tantisísimas palabras difíciles que vienen de la lengua de Quetzlcoatl, por ejemplo: oaxaca, con equis, se dice oajáca, con jota. Pero, ojo, no todo es así de fácil: cuando la equis está primera, se dice como ese (ya les hablé del entusiasmo por la ese, ¿no?), o sea que Xochimilco, con equis, se dice Sochimilco, con ese.

Otra letra que se ha colado intensamente en el hablar mexicano es la che: allí los pibes son “chavos”, las cervezas son “chelas”, los gordos son “chonchos”, los ilegales son “chuecos”; las lolas son “chichis”; los vagos son “cholos”; “chambear” es trabajar; y si te quieren pedir coima es porque te están “chiveando”. Ni hablar de la “chingada”, no es una cosa torcida sino... una mujer que cobra dinero por sexo. Y si algo se pone bueno, se pone “chingón”.

En fin, y no termina aquí. No se comen las eses como nosotros, es cierto, pero sí se comen sílabas enteritas: allí al decir “manitos” no nos estamos refiriendo a esa palma blanca donde convergen los deditos sino a los “hermanitos”; así como los “ñeros” son los compañeros. Y si te dicen que están esperando la “burra” no supongas que hablan de una mujer ignorante sino que hablan del autobús, y si te califican como un “forrazo” bárbaro no te ofendas, te están piropeando, porque significa que sos muy atractivo. La ropa también varía: las remeras son “playeras” y las polleras “faldas”. Y, en cuanto a comida, si piden una “tortilla”, les traerán un panqueque, y si piden una torta, les traerán un sándwich, si quieren un bife les darán una “chuleta”, y si les ofrecen una “polla”, no malinterpreten, es una bebida de huevos batidos. Por último, la policía -nunca tan bien puesto un nombre- es la “chota” y el dulce de leche, aunque no lo crean, es el “dulce de cajeta”.


Aclaración de las palabras en juego: penna (lápiz, lapicera), penne (lápices), messa (misa), palla (pelota), burro (manteca), orto (huerto), carta (papel), tetto (techo), fatto (hecho), chibo (comida), nanna (noni), nonni (abuelos), sacco (un montón), filo (hilo), vaso (maceta), vasino (pelela).





miércoles, 7 de julio de 2010

LA EDAD MUNDIAL (o la vida sin edad)

Terminó el mundial. Al menos para Argentina. Todavía escucho los ecos de los analistas, especialistas, periodistas, opinólogos, deportólogos y radiólogos que marchan en procesión a explicar algo que a nadie le importa ya. Y es que en su explicación, pretendidamente racional, dejan a un lado el sentir.

Antes de que comience Sudáfrica 2010, mi amigo Ariyí me dijo que, para él, los mundiales de fútbol eran tan importantes que medía su vida en referencia a ellos. No hablaba en años, sino en mundiales. Por ejemplo, no se había casado a los 24 años sino antes del mundial ’86, sus hijos nacieron entre México e Italia y se separó después de EE.UU. ’94, luego de la forzada despedida de Diego de los mundiales, al menos como jugador. Y lo más atractivo de esta teoría es algo que, para las mujeres, podría ser revelador: en vez de 48 años, cumplirá en octubre 12 mundiales, es decir, la cantidad de campeonatos que han transcurrido desde su nacimiento. Interesante.

Además, antes de todo mundial, Ariyí diagrama, a mano y sobre una hoja en blanco, una especie de agenda con las fechas y horarios de todos los partidos, alrededor de la cual acomoda, literalmente, su vida. Y, a diferencia de lo que muchos pueden pensar, no es algo que se vaya diluyendo con el paso del tiempo: cuanto más viejo, más importancia le da a los mundiales, como si a gritos pidiéramos ver, aunque sea una vez más, campeón a Argentina en un mundial.

Pero esto no es algo excluyente de Ariyí. Los argentinos vivimos los mundiales de fútbol con mucha intensidad y, más hoy en día, gracias a la calidad de las transmisiones por televisión, con el Full HD y el superslow incluidos.


La ilusión del juego

En lo personal, los recuerdos mundiales arrancan en el’78, festejando en el Peugeot 403 de mi viejo recién estrenado (por nosotros, porque era modelo ‘65). En ese mundial, aprendí el himno nacional. No lo aprendí en la escuela por obligación, lo aprendí durante el mundial ’78, por pasión. Y aprendí los nombres de todos los jugadores, y no sólo la formación argentina, me sabía hasta la de Polonia, con Deyna que pateó el penal que atajó Fillol (cosas que uno recuerda cuando tiene el disco rígido casi vacío).

A veces añoro esos días, en los cuales la única preocupación era llegar a tiempo de la escuela para ver al Chavo del ocho, aprender a sacar con efecto en el ping pong o que no me atraparan en el poliládron. Los días en los que, incansablemente, practicaba el juego del elástico usando dos sillas que hacían de “amigas”. Y no porque me faltaran amigas, sino porque cuando me lo proponía, podía ser tan constante en mi “entrenamiento” que pasaba horas y horas saltando sin parar.

Lo mismo me pasó cuando, después de una noche entera de práctica, aprendí a mezclar como los croupiers, entrelazando las dos mitades de un mazo de cartas y luego arqueando ambos extremos, dejando que las cartas se unan en una pintoresca seguidilla sonora.

Eso es, en parte, el desarrollo de un mundial. Un pasaje a nuestra infancia, un recreo en nuestra vida de adulto, un permiso para hacer la travesura de no ir a trabajar, de llegar tarde o de salir antes, un lugar para la diversión, un lugar para darle rienda al sueño de que, si estamos todos juntos, es posible llegar al escalón más alto, aun para un pibe de Villa Fiorito o de Fuerte Apache.

Por eso, hay que vivirlo con la ingenuidad de un niño, con esa pasión, con esa sorpresa y hasta con esa fascinación, como si no tuviéramos edad. Y quienes no puedan o no quieran vivirlo así, bueno, se quedarán afuera de ese bello viaje que, cada cuatro años, vivimos los que sí podemos, los que sí queremos.

Y aunque la ciencia y hasta el deporte mismo no lo avalen, todo - absolutamente todo- lo que hacemos los hinchas, influye en el resultado: cada vez que nos sentamos en el mismo sillón por superstición o cada vez que empilchamos la misma camiseta argentina por cábala, ayudamos a ganar a la selección. Porque para mí, como para todos los que aceptamos ese viaje-juego, es posible ser parte con solamente sentirlo. Por eso, cuando Diego levantó la copa en el ’86, todos la levantamos con él; cuando Canni rió de cara al cielo en el gol contra Brasil, en el ‘90, todos reímos con él; cuando le cortaron las piernas a Maradona en el ’94, nos las cortaron a todos; cuando en el ’98 volvimos a dejar afuera a los ingleses, todos lo hicimos; cuando, en el 2002, Argentina no pasó a la segunda fase, fuimos todos los que nos volvimos; y, en el 2006, cuando Maxi pateó ante México, todos la clavamos en el ángulo.

Y, sí, suena cursi. Pero, mientras los intelectuales ríen y descartan la pasión, nosotros, los cursis, desplegamos nuestra diversión sin límites, y lloramos y reímos, al mismo tiempo. Y, tal como pasó en este Sudáfrica 2010, cuando “el Diego jugador” se revela ante “el Diego DT” y devuelve la pelota al campo con un taco, por un segundo, todos volvemos a ser niños.

lunes, 21 de junio de 2010

UNA CHARLA MUY ORAL

Gabicá es una de esas mujeres admirables, goza de la sabiduría que se aprende no en las bibliotecas ni en los congresos sino viendo en los otros un poco de cada uno mismo. Y no haciendo nunca lo que a uno no le gusta que le hagan. Con esa sencilla pero difícil premisa, entre otras, Gabicá va tejiendo el tramado de su vida con los colores más divertidos, amenos y agradables. Sincera como pocos, encaró su doble maternidad con tranquilidad y decidió no escaparse nunca por la tangente.

Una mañana, su hijo mayor se le acercó con la ingenuidad que suponen los diez años de vida y, recordando un comentario escolar escuchado el día anterior, le soltó a su madre. “Mami, ¿qué es sexo oral?”

En ese momento, lo admitió públicamente, Gabicá estuvo tentada de huir bajo la excusa de una ignorancia mentirosa o de esquivar la respuesta mandando al niño –varón- a hablar con su padre –varón- y asignarle a él –varón- el privilegio de las charlas de hombres -varones-.

Pero, fiel a su estilo, decidió afrontar el desafío. Rápidamente, muy rápidamente, intentó recordar los consejos televisivos de todos los programas que alguna vez en su vida pudo haber visto y, tan velozmente como los recordó, los descartó: ninguno servía para ese momento. Los segundos transcurrían demasiado rápido, mucho más que otros, y no quedó más tiempo para rajar de la situación… había que responder.

Su cara no pudo disimular la dificultad que le representaba responder una consulta tan simple e, inmediatamente, la invadieron una serie de preguntas auto referenciales que, de haberlas dejado crecer, la hubieran asfixiado más que la pregunta disparadora de su hijo: ¿por qué un niño de 10 años le hacía a ella una pregunta tan difícil de contestar? ¿Con qué términos responder? ¿Cómo describir un acto sin entrar en los detalles? ¿O cómo entrar en los detalles sin que den paso a otras preguntas peores aún?

La primera opción fue mentir y decir que se trataba de una “charla de dos personas sobre el tema sexo”; pero –claro- eso hubiera sido tratar a su hijo como a un perfecto tonto, algo que ninguna madre dejaría que le suceda a su hijo, salvo cuando se trata de una misma y, sobre todo, si ese recurso le permite escaparse de una situación “casi embarazosa”. Pero Gabicá desechó esta primera opción porque era demasiado egoísta privilegiar su comodidad por sobre las necesidades de su propio hijo. Además, pensó, “si pretendo que mi hijo confíe en mí, no puedo hacer otra cosa que responder como quisiera que él me respondiera cuando yo necesite que sea sincero conmigo”. Sabia decisión.

Descartadas la tentación de la retirada y la opción de la mentira, la única alternativa era la verdad.

“Mira…”, inició con la voz temblorosa mientras buscaba sacar a relucir su habilidad explicativa de docente, “el sexo oral es…”, prosiguió mientras buscaba en su diccionario mental las palabras y sinónimos más adecuados para responder, “es cuando una mujer… –‘má, sí’, pensó y le describió la situación: “es cuando un hombre o una mujer le pasa la lengua por ‘ahí’ a una mujer o a un hombre”.

El niño ni se inmutó.

Mientras le caían las gotas de transpiración por la nuca, transcurrió otro segundo interminable. Gabicá rezaba para que a su hijo no se le ocurriera consultarle si ella, al fin esposa y novia, le había hecho o le hacía eso a su padre.

Para tapar el silencio, Gabicá continuó con un “se trata de una forma de expresar cariño a su novio o novia, es parte de la intimidad de una pareja y debiera quedar como parte de la vida privada de cada persona” y, casi desesperada, sabiéndose enemiga de la mentira, se adelantó a una posible pregunta personal, “no se usa contar en público sobre estas cuestiones”.

El niño ni se inmutó.

Gabicá pensó: “ya está”. Lo miró para ver una posible reacción y, ya superada, esperó una repregunta mucho peor que su anterior.

“¿Y lección oral?”, preguntó el niño.

“¿Perdón?”, dijo la madre.

“Es que la maestra dijo que para hoy iba a tomarnos algo oral…”, se justificó la criatura.

Cuánto hubiera dado Gabicá para que la primera pregunta de su hijo hubiera sido sobre la “lección oral”. Y cuánto hubiera dado el niño, tal vez sin saberlo, para que aquello que la maestra le hiciera fuera “sexo oral” y no “lección oral”. Lamentablemente para ambos, fue al revés. Pero, seguramente, ése día, Gabicá le demostró a su hijo que puede haber una charla sincera y sin mentiras entre ellos, aún cuando se trata de temas difíciles y, supuestamente, tabúes. Seguramente, ése es uno de los pilares más fundamentales para que el niño sepa, aunque sea de pura casualidad, lo valioso que es poder confiar en su madre siempre.