lunes, 23 de mayo de 2011

LA TORRE DE BABEL DE LIBROS

Hoy fui a visitar la Torre de Babel que acaba de construir la artista plástica argentina Marta Minujín y que se exhibe en la ciudad de Buenos aires: literalmente, una torre construida con 30.000 libros escritos en diferentes idiomas, que evoca a la famosa edificación que quedó trunca, tras una intervención Divina -según cuenta la Biblia- porque Dios enfureció cuando el hombre pretendió levantar un edificio que llegara hasta el cielo, y condenó a la raza humana a hablar en diferentes idiomas, razón por la cual, los muchachos no llegaron a un acuerdo para finalizar la construcción. Lindo cuento para justificar una obra sin terminar. Se ve que, en la antigüedad, los políticos hacían uso de recursos más religiosos para excusarse por una promesa incumplida… y con éxito.

Ejemplo de esta tremenda creatividad, replicada como cierta en varias creencias y religiones, es que, a 5.000 años del hecho, nadie cuestiona qué hizo el rey babilónico Nemrod con el dinero asignado a la obra que, finalmente, no se completó. Es más, no pasó a la historia como el monumento a la corrupción, sino como el monumento al desentendimiento, casi como un premio intelectual.

Tal vez por eso, hoy, la sorprendente Marta, que gusta tanto de asombrar a la gente, edificó una torre que recuerda a aquella que fuera sinónimo de la confusión, con libros, sinónimo en cambio de conocimiento y, si se quiere, de entendimiento.

En verdad, hoy en día, está claro que el idioma ya no es una barrera para seducir las voluntades de miles de seguidores: Los Beatles conquistaron al mundo sin que la gente supiera qué significa plisplísmi, nombre de su primer disco. O me van a negar que muchos hispanoparlantes todavía hoy juran que eso significa “Por favor, yo”.

Pero también está claro que, en todo caso, no es eso lo (único) que provoca desentendimiento. Las matemáticas, por ejemplo, es una de las disciplinas que provoca mayor desentendimiento o la psicología que, a veces (sólo a veces), provoca falsos entendimientos. Los celulares de pantallas táctiles, los resúmenes de operaciones de los bancos, algunos finales de películas y las puertas que se abren “tirando” en lugar de “empujando” crean muchísima confusión.

¿No será que no son las cosas las que provocan desentendimiento, si no las personas?
Tal vez suceda que el deseo de construir una Torre de Babel todavía existe. Y está en cada uno de nosotros. Un deseo que, como aquél de la vieja Babilonia, lo único que busca es obtener el reconocimiento de los otros, pero sobre cimientos débiles, pobres, inadecuados. Un deseo que está fundado más en un grito de auxilio, que sobrevalúa a la fama y la coloca por encima de las emociones.

Por eso, es necesario que, de vez en cuando, venga alguien como Marta y nos muestre que la única manera de luchar contra eso es sacudir el alma y despojarla de los trapos de moda con los que las vamos tapando cada día.

Y, así, sin más que esa premisa, armó una torrecita de 25 metros de alto vestida íntegramente por libros protegidos en folios transparentes. E hizo convivir a autores tan disímiles como Virginia Woolf, Jorge Luis Borges, Isabel Allende, Wilbur Smith, Immanuel Kant, Paulo Coelho, Jacques Lacan, Franz Kafka, Charles Dickens, Alexandre Dumas, Víctor Hugo, Roberto Arlt, Ray Bradbury, José Martí, Pablo Neruda, William Shakespeare, Rafael Virasoro, Colm Tóibín, Justino Cornejo, Mikael Niemi, Graham Greene, John Gray, Angela Occhipinti y Jacinto Benavente, entre tantísimos otros.

En una misma propuesta, comparten cartel libros que hablan de Jesús, de Franco, de Fidel Castro, de Cleopatra, de Chopin, de Frida Kahlo, de Salvador Dalì, del caso Goldenberg y de Diego Maradona. O pueden leerse, libremente, títulos como “Voglia di volare”, “Ilusiones argentinas”, “Fils de guerre”, “1984”, “La iglesia en el Perú”, “La guerra silenciosa”, “Platero y yo”, “Los niños del infortunio” o el “Ramayana”.

Y si aquellos antiguos babilónicos debieron dispersarse por la diversidad que implicó la intervención Divina, hoy, Marta –que también es divina- logró construir un espacio que desafía a lo efímero de su duración, dejando una enseñanza que trasciende sus tres semanas de exhibición: una obra que reconoce el mito, pero que, en su reproducción, lo invierte, transformando el desorden en orden; la diversidad, en integración; lo singular, en lo colectivo; y la leyenda, en arte.


sábado, 7 de mayo de 2011

MI PARAGUAS TIENE VIDA

Cuando yo era chica, los días de lluvia no se anunciaban, se pronosticaban, que para mi cabeza de infante no era lo mismo. La tele decía: “mañana lluvia” e, irremediablemente, el sol rajaba la tierra. Mas cuando pronosticaba día soleado, podía caer sapos del cielo. En realidad era una lotería. Gracias a la tecnología, eso cambió y, hoy, es más común que el “chico que habla del clima” sea más certero. Pero, lo que no cambió, al menos en mi vida, es el hecho de que, tanto antes como ahora, yo no uso paraguas.

Ellos lo saben: el paraguas ya, de por sí, es un objeto molesto. Los hay pequeños, plegables, esbeltos, distinguidos, estampados, sobrios, de vivos colores, para parejas y hasta para mascotas. Pero, de todos modos, molestan. Tan es así que no conozco persona alguna que no haya perdido alguna vez un paraguas en su vida, dejándolo olvidado en algún lugar.

Porque, salvo los que van ajustados con una vincha a la cabeza, te demandan el 50 por ciento de la atención manística disponible: es decir, una mano, algo terrible para el caso de las mujeres que, además, deben llevar la cartera, el maletincito para poner todo lo que no entró en la cartera, la bolsa con lo que acaban de comprar (sí, en días de lluvia también se hacen compras) y las llaves, porque no entran en los bolsillos del saquito de moda y, perdidas en la cartera, cómo haríamos para barajarlas bajo la lluvia. Imposible.

Además, justo cuando se los necesita, uno se da cuenta de que está roto. O hay tanto viento que se da vuelta. O no se abre cuando bajamos del colectivo. O no se cierra cuando subimos. O se abre cuando creímos haberlos cerrado, incluso dentro de la cartera o de la bolsa en la que fue metido.

Todo esto sucede porque en algún lugar de su ser inanimado existe una porción de materia en el paraguas que puede pensar, que puede sentir y que puede actuar. Sí, leyó bien, el paraguas tiene vida. Y, lógico, una vida de porquería. Guardado todo el tiempo en un cajón o en un armario, cuando no encerrado en un estuche, a oscuras, la mayoría de ellos atados, sin poder respirar. En el mejor de los casos, dentro de un paragüero, pero a la buena de Dios si el dueño tiene perros o gatos.

Y, cuando se lo requiere, es para exponerlo a la caída libre de agua que, de arriba hacia abajo, lo castiga con punzantes latigazos. Yo también me revelaría.

Es más, si le tocó salir de su encierro y, finalmente, no fue necesario su uso, seguramente su dueño lo dejará olvidado en el primer lugar en el que lo apoye. Yo también me revelaría.

Para peor, sus dueños no solo pierden noción de su existencia cuando no lo usan, tampoco lo incorporan cuando sí los usan y, al portarlos, los estrellan contra todo lo que pase: paredes, techos bajos, otros paraguas, caras de otras personas… Yo también me revelaría.

Ellos lo saben, saben de nuestro desprecio, saben que preferimos la capucha de la campera o del impermeable, saben que nos fastidian los paraguas propios, pero más aun los ajenos que, amenazantes, vienen conducidos por gente que, por tener la cabeza bajo del paraguas, ¡no ve! Y es, entonces, cuando ellos toman el control y nos acosan con sus puntas, como lanzas, o con las varillitas odiosas que, además, mojan.

A estas conclusiones llegué un día cuando en plena charla con mi paraguas, me di cuenta de su enojo porque no me respondía. Se hacía guiños con el piloto, pero a mí no me respondía.

Entonces, decidí no usarlo más. Al fin y al cabo, el paraguas es un objeto individualista y egoísta, un objeto más de diferenciación de las clases sociales que, con en sus ansias de protagonismo, le quita a la gente la posibilidad de relacionarse con la lluvia.

Y a quien argumente que la lluvia moja, le diré que más moja el paraguas ajeno o el auto que pasa rápido por arriba de un charco. Y, además, sépanlo, aquél que no se haya empapado alguna vez, pero bien empapado, se está perdiendo una parte importante de la vida.

Por eso, hasta que no inventen el paraguas musicalizado, con micrófono y wi fi para conectar el celular, con una tela que permita cubrirnos del agua pero también ver al que viene de frente, uno que, a la vez, tenga una manija que se lleve solo, desprenda buen aroma y responda a nuestro mandato de voz (abierto… cerrado… música… calladito… más alto… más bajo), yo no voy a usar más paraguas. Salvo que, un día de estos, el paraguas me hable y me pida acompañarme.