Por Gerardo Arníz y Cecilá
Le decían así porque veía al revés. Como si fuera espejado. Interpretaba al revés lo que veía y actuaba exactamente de la manera contraria a la que se esperaba. Por ejemplo, su perra se llamaba Michifúz y su gato se llamaba Sultán. Y ¿quién podría enamorarse del hombre espejo si no una mujer que era feliz escuchando lo que no era? Pero, para que esta historia sea perfecta, deberíamos contarla al revés de cómo sucedió.
Empezar por el final es, para Freud, un método dogmático. ¿Por qué un grupo de mujeres malformadas lloriqueaba sin consuelo durante el velatorio de tan curioso personaje?
Dichas damas pavorosas lo adoraban, pero el hombre espejo, pese a verlas hermosas, sólo había amado hondamente a una mujer: la que de grande y de chica fue llamada Clarita.
Por ver todo al revés, parece dudoso que este sujeto, afeitándose la coronilla en lugar de la barba y usando la corbata de cinturón, y viceversa, pudiera tener galantería y éxito entre las señoras. No obstante, todas caían en amor por él.
La razón es bastante simple: a todas les encantaba que este simpático individuo pudiera encontrarles virtudes en los defectos y, así, admirarlas por aquello que las hacía únicas. Sólo en presencia del hombre espejo se diluían sus imperfecciones, se sentían realizadas y felices. Además, todas ellas creían que los reclamos que les hacía por sus virtudes eran bromas de buen gusto. Podemos citar aquel 2 de febrero, en que miró encolerizado a una fiera simpática y la acusó de ser insoportable. Entonces, ella le ofreció la risa más jocosa y repugnante que se haya registrado en la historia de la humanidad y él la abrazó, enternecido y con culpa, creyendo que la había lastimado casi de muerte. La señorita, pues, puso sus labios de sopapa sobre la boca del hombre espejo y así surgió entre ellos un amor desenfrenado de verano.
Vislúmbrese el gran éxito que el difunto tuvo entre las damas, si bien sólo fue capaz de amar a Clarita. Cuentan que esta mujer poseía una belleza tal que las flores se cerraban, avergonzadas, a su paso; algunos cuentan que es la mujer del poema 20 de Neruda, aunque aclaran que los versos en que dice “En las noches como ésta la tuve entre mis brazos./ La besé tantas veces bajo el cielo infinito”, fueron literalmente unos versos, sólo posibles en los sueños o ensueños del escritor chileno.
Debe imaginarse los desamores que causó aquella con ojos rojos de ángel y piel celeste de sirena. Rechazaba a todo hombre, hastiada por las persecuciones que le realizaban y las canciones desesperadas que le cantaban a su balcón. De allí que se interesara en el hombre espejo, porque Clarita quedó enloquecida cuando él pasó a su lado sin querer robarle un poco del perfume de su esencia marina.
Al joven espejo le aturdía aquella que podía cantar con voz de sirena. Pero estaba tan acostumbrado a deslumbrar a todas las señoritas, que lo que entendía como chillidos de Clarita para espantarlo, lo movilizaban a conquistarla. No obstante, como ella no cesaba de invocarlo intensamente, él interpretaba ser rechazado con mayor virulencia. Por ello, nunca se animó a hablarle, y la amó platónicamente hasta su último día de vida, cuando la anciana Clarita se veía, ante sus ojos, más bella y jovial que nunca.
Destinado por su naturaleza a la apariencia, nadie envidiaría la posición de un espejo, en una cercanía inalcanzable al objeto de deseo que refriega su belleza ante sí. ¿Cuántos espejos sufrirán en silencio su amor?
De esa manera, aun cuando Clarita le ponía ritmo a los latidos de su corazón, el hombre espejo fue un eterno observador.
Y la miró hasta el último de sus días, cuando la vio más bella y joven que nunca...