martes, 23 de agosto de 2011

EL HOMBRE ESPEJO

Por Gerardo Arníz y Cecilá

Le decían así porque veía al revés. Como si fuera espejado. Interpretaba al revés lo que veía y actuaba exactamente de la manera contraria a la que se esperaba. Por ejemplo, su perra se llamaba Michifúz y su gato se llamaba Sultán. Y ¿quién podría enamorarse del hombre espejo si no una mujer que era feliz escuchando lo que no era? Pero, para que esta historia sea perfecta, deberíamos contarla al revés de cómo sucedió.

Empezar por el final es, para Freud, un método dogmático. ¿Por qué un grupo de mujeres malformadas lloriqueaba sin consuelo durante el velatorio de tan curioso personaje?

Dichas damas pavorosas lo adoraban, pero el hombre espejo, pese a verlas hermosas, sólo había amado hondamente a una mujer: la que de grande y de chica fue llamada Clarita.

Por ver todo al revés, parece dudoso que este sujeto, afeitándose la coronilla en lugar de la barba y usando la corbata de cinturón, y viceversa, pudiera tener galantería y éxito entre las señoras. No obstante, todas caían en amor por él.

La razón es bastante simple: a todas les encantaba que este simpático individuo pudiera encontrarles virtudes en los defectos y, así, admirarlas por aquello que las hacía únicas. Sólo en presencia del hombre espejo se diluían sus imperfecciones, se sentían realizadas y felices. Además, todas ellas creían que los reclamos que les hacía por sus virtudes eran bromas de buen gusto. Podemos citar aquel 2 de febrero, en que miró encolerizado a una fiera simpática y la acusó de ser insoportable. Entonces, ella le ofreció la risa más jocosa y repugnante que se haya registrado en la historia de la humanidad y él la abrazó, enternecido y con culpa, creyendo que la había lastimado casi de muerte. La señorita, pues, puso sus labios de sopapa sobre la boca del hombre espejo y así surgió entre ellos un amor desenfrenado de verano.

Vislúmbrese el gran éxito que el difunto tuvo entre las damas, si bien sólo fue capaz de amar a Clarita. Cuentan que esta mujer poseía una belleza tal que las flores se cerraban, avergonzadas, a su paso; algunos cuentan que es la mujer del poema 20 de Neruda, aunque aclaran que los versos en que dice “En las noches como ésta la tuve entre mis brazos./ La besé tantas veces bajo el cielo infinito”, fueron literalmente unos versos, sólo posibles en los sueños o ensueños del escritor chileno.

Debe imaginarse los desamores que causó aquella con ojos rojos de ángel y piel celeste de sirena. Rechazaba a todo hombre, hastiada por las persecuciones que le realizaban y las canciones desesperadas que le cantaban a su balcón. De allí que se interesara en el hombre espejo, porque Clarita quedó enloquecida cuando él pasó a su lado sin querer robarle un poco del perfume de su esencia marina.

Al joven espejo le aturdía aquella que podía cantar con voz de sirena. Pero estaba tan acostumbrado a deslumbrar a todas las señoritas, que lo que entendía como chillidos de Clarita para espantarlo, lo movilizaban a conquistarla. No obstante, como ella no cesaba de invocarlo intensamente, él interpretaba ser rechazado con mayor virulencia. Por ello, nunca se animó a hablarle, y la amó platónicamente hasta su último día de vida, cuando la anciana Clarita se veía, ante sus ojos, más bella y jovial que nunca.

Destinado por su naturaleza a la apariencia, nadie envidiaría la posición de un espejo, en una cercanía inalcanzable al objeto de deseo que refriega su belleza ante sí. ¿Cuántos espejos sufrirán en silencio su amor?

De esa manera, aun cuando Clarita le ponía ritmo a los latidos de su corazón, el hombre espejo fue un eterno observador.

Y la miró hasta el último de sus días, cuando la vio más bella y joven que nunca...

lunes, 8 de agosto de 2011

VIVA LA DIFERENCIA

Con este título, Pilar Sordo escribió un libro en el cual, entre otras, desgrana una teoría: el diálogo entre el hombre y la mujer se complica porque la mujer tiene, para hablar, por día, un stock de diez mil palabras; mientras que los hombres cuentan con, como mucho, unas dos mil. Y, encima, aclara la psicóloga chilena que está haciendo furor en Internet, el hombre se gasta sus dos mil palabras en el trabajo. Por lo tanto, cuando llega a su casa, sólo balbucea alguna que otra interjección: es que se quedó sin palabras, literalmente. A la mujer, en cambio, le quedan casi todas sus palabras disponibles para dialogar, ¿o debería decir monologar?

Con esa teoría en la cabeza, recorrí bares, restaurantes, peluquerías, salas de espera, oficinas y colectivos, y pude comprobar algunas cosas más. Cuatro, para ser exacta.

Uno, descubrí que el promedio de palabras es sólo eso, un promedio. Pero que, como la riqueza, las palabras tampoco están repartidas de forma equilibrada. Hay mujeres que, en lugar de diez mil, tienen sólo tres mil y otras que, en cambio, tienen 50 mil. En tanto, hay hombres -doy fe- que, apenas, deben sumar 50.

Dos, esas mujeres, las que tienen 50 mil por día, hablan con una velocidad del diablo. De otra manera, sería imposible meter tantos vocablos en solo 24 horas. En verdad, descontando las horas de sueño y suponiendo que esas mujeres no hablen dormidas, tendrán sólo 16 horas para desgranar 50 mil palabras. Una cuenta rápido da que tenemos 3.125 palabras por hora, unas 52 por minuto. ¡Casi una por segundo! Si te toca “sí”, “no”, “bueno”, hasta “perro”, “auto” o “tele”, va bien. Pero si te toca decir “electroencefalografista”, te la regalo. A mí, me llevó como cinco segundos.

Además, hay que respirar. Entonces, a estas superdotadas de la verborragia sólo les queda suprimir los signos de interrogación. Ni un punto ni una coma, menos todavía, puntos suspensivos. Hablan de corrido. Y es así que se preguntan y se contestan ellas mismas, porque no pueden esperar a que les respondamos, se les pasan los segundos y ellas, recordemos, tienen que decir 52 palabras por minuto.

Puntos, comas y cómos

Y ya que llegamos a este punto, al de puntuación, llegamos también a la tercera y gran diferencia entre hombres y mujeres. Cómo usan los signos de puntuación. Claramente, de formas absolutamente diferentes. Es más, ellos usarán, con exclusividad, algunos y ellas, otros.
Por ejemplo, el punto, sin lugar a dudas, es para la mujer, sobre todo el punto aparte. Lo usa, y mucho, para dejar en claro que allí se termina la discusión. En cambio, entre los hombres abundan los puntos suspensivos. Y las comas, sobre todo, cuando miran la tele desconcentrados (desconcentrados de la pantalla, de la charla estarán siempre desconcentrados –por default- , salvo cuando pidan la sal en medio de una cena). Pueden meter hasta tres comas seguidas entre dos palabras.

Habitualmente, pueden abrir algún paréntesis y dejarlo abierto un buen rato. Algunos, tal vez, abusen del uso del corchete, aunque otros preferirán las comillas (preferentemente, dobles y acompañadas del gesto que involucra a los dedos índices y mayor de ambas manos en gancho hacia abajo).

Definitivamente, a los hombres los tientan más los signos de interrogación. Se ve que les atraen sus curvas. Por ejemplo, suelen usarlo pegadito a la interjección eh, para contestar cualquier pregunta femenina o, también, con los adverbios de lugar acá o la preposición dónde. Les tira.

Las chicas, en cambio, optaremos por usar el de admiración, también para contestar, ya sea para decir sí o no (preferentemente, no) como también para las mismas palabras con las que los hombres interrogan: Lo que para ellos es “¿ahí?”, para ellas será “¡ahí!”. Aunque, en el caso femenino, siempre será acompañado por un pensamiento ad hoc: “No puede ser que no lo veas, está ahí, delante tuyo, prestá atención, ahí, no, ahí, mirá mi mano cuando te hablo, siempre lo mismo”.

Los hombres andan genial con las interjecciones, principalmente cuando miran fútbol (o, en su defecto, juegan a la play). En cambio, tienen cierta dificultad con los adverbios de modo y les cuesta horrores entender, por ejemplo, el significado de más despacio. Ni que hablar de identificar el adverbio bien, muy bien o, peor aún, maravillosamente. Otra dificultad para la pareja se presenta con los adverbios de cantidad, lo que para ellos es mucho para ellas será siempre poco.

Por último, mi trabajo de campo me demostró que, además, como las dimensiones, hay una cuarta característica no reconocida, pero real. Los gestos. Los muchachos suelen tener también limitados los gestos. Además, mirar a la persona con la que se habla suele ser una dificultad para ellos. Para el mujeraje, en cambio, será facilísimo el gesto, aun cuando no se hable. Pero también, se ve que tanta novela de pequeñas, a lo largo de los años, da su resultado, y las mujeres tenemos mucho más a mano los recursos teatrales: echamos mano a miles de tácticas pero, la mejor, lejos, es el llanto repentino, hasta moco somos capaces de generar. De la nada, eh. Ellos, en cambio, recurrirán casi, únicamente, al mutis por el foro. Claro que, cuando caiga el telón, mágicamente, se esfumarán las diferencias y todos irán para el mismo camarín. Fin. Aplausos. No hay bises. Hoy, no.