lunes, 25 de junio de 2012

¿ÉSE ES TU JOYSTICK? QUÉ MODERNO QUE ES

Días pasados, en medio de un almuerzo laboral, Andylú nos contó, a Adripá y a mí, que conoció a un chico que la dejó impactada. Antes de aclarar qué la impactó, he de ser sincera: a estas alturas, para ella, decir “chico” es hablar de un hombre que pasó los 30. Ahora sí, tan fuerte fue el shock que le provocó el joven que -nos dijo- no podrá olvidarlo. Lo que, más precisamente, no podrá olvidar fue la visita que ella le hizo a su casa. Y estrictamente, no olvidará su biblioteca… aunque, por el uso que le daba el joven a ese mueble, no deberíamos llamarlo biblioteca.

Sucede que, invitada a una cita disfrazada de reunión de amigos, Andylú intentó empezar a conocerse con el treintañero y, claro, lo hizo a través de la manera tradicional: charlando. “Hola, qué tal, lindo departamento, cómodo, ¿es luminoso?, se ve que sí…”. Casi monologaba, porque el pibe buscaba el mouse de su PC cada vez que quería hablar porque no sabía qué hacer con el dedo índice de su mano derecha. Y palabra va, palabra va, descubrió el mueble que tenía el dueño de casa en un rincón, puesto en L, en el living comedor.

Era un mueble clásico, sin ribetes, ni adornos estrafalarios. Color nogal, dijo Andylú, mientras nos contaba su aventura, entre bocado y bocado. Cuatro estantes sumó ella. Y quiso contar los CDs, pero no pudo… “Uy qué linda biblioteca, ¡cuándos cds! ¿Te gusta la música?”, preguntó. “Sí”, logró que contestara él, tirando una sonrisa de “me gusta”.

“¿Y qué tenés?”, consultó, señalando el mueble. Porque, asumámoslo, nada describe mejor a una persona que la industria cultural que consume: libros, música, películas y TV en general. No es lo mismo un tipo que lee a Julio Cortázar que otro que lee a Stephen King, a Ari Paluch o uno que lee, únicamente, el deportivo de lunes a domingo. Así como no es lo mismo un joven que prefiere mirar por quincuagésima vez Star wars a animarse a ver El acorazado Potemkin. También es válido guiarse por la música: una cosa es un “chico” que amontona CDs de Babasónicos, otra es uno que escucha a Pedro Aznar y otra, bien diferente, uno que escucha a la Mona Giménez.

“De todo”, dijo el pibe, asombrado por el interés de ella en su biblioteca. “Sí, ya veo”, dijo ella tratando de contabilizar todos los CDs que llenaban los cuatro estantes de la biblioteca. Pero, así y todo, quiso averiguar: “¿Qué música tenés ahí?, insistió. “¿Ahí? Ninguna”, contestó. Perdiendo el 50 por ciento de los puntos que había ganado con la sonrisa de galán.

“¿Son películas?”, preguntó ella, todavía ilusionada. “No”, dijo él, “son jueguitos de la play, yo no tengo CDs de música”. Tras el comentario, cayó, cayó y cayó, girando dentro de un agujero negro… como en el capítulo lisérgico de la pantera rosa.

“Es así”, le dije yo, en medio del almuerzo, “los tiempos cambiaron, Andylú”. Los chicos de ahora no saben jugar al truco, en su vida jugaron a la carrera de mente o al pictionary y nunca sabrán lo que significa “China ataca a Kamchatka”. Ellos juegan a la play. Pero Andylú me contestó tajante: “Podría soportar alguien que juegue cinco horas por día a la play, pero no alguien que no tenga ni un solo CD en su casa, ni de música ni de cine”.

“Es que ese chico fue adolescente en la década del ’90”, teorizó Adripá, entrando en escena después de bajarse toda la porción de fideos con manteca que se había traído de la casa y que, hasta ese momento, lo había mantenido en silencio. “Los chicos que tuvieron su adolescencia después de 1990 son más propensos al vacío mental. Se perdieron lo mejor: los ochenta”, dijo sin pestañear y, tras manotear la fruta que comería por postre, continuó: “Fijate vos, en lugar de Madonna y Michael Jackson, tuvieron a Britney Spears y Jazzy Mel; en los 80’s, tuvimos a Clemente, ellos a Goma Goma; en vez de cantar I want to break free, cantaban Dale a tu cuerpo alegría, Macarena; en lugar de a Badía tuvieron a Tinelli; en vez de campeones del mundo, 0 a 5 con Colombia y de local; y en lugar de Back to the future fueron al cine a ver Armageddon”.

Además, dijo, en un desparramo de verborragia: “En lugar de ‘loco’, se dicen ‘bolud@’ con sus amig@s y, en vez de decir ‘Faaaaaaaa’… dicen ‘LOL’”, concluyó dando el primer mordisco a su manzana.

“Bueno -dije yo-, los ’90 también tiene lo suyo”, mientras, con gran esfuerzo, recordaba a Nirvana, al Joven manos de tijera, a Pulp Fiction, a Léon (o El perfecto asesino) y a The silence of the lambs (El silencio de los inocentes). Y a pesar de que, para mis adentros agradezco enormemente haber transcurrido mi adolescencia en plena década del ’80, debo reconocer que, con mis 40 felizmente cumpliditos, me encantaría que un 35quejuegaalaplaytodoeldía me susurra ‘LOL’ al oído.

miércoles, 13 de junio de 2012

¿DONDE PONEMOS LOS AHORROS?

Los argentinos somos creativos. Aunque debemos admitir que lo somos a fuerza de haber sufrido los embates de la agitada oleada economía argentina y, sobretodo, las aguas “vivas” que trae el mar en esos días de tormenta: las entidades bancarias. En Argentina, de un día para otro, el peso puede pasar a ser austral; luego, peso argentino y, luego, patacón… y no hablo de Patoruzú. Además, los dólares pueden transformarse en pesos, a una cotización conveniente siempre para las aguas vivas, y el ahorro puede pasar de ser un bonito depósito en el banco a ser un bonito que te da el banco para que te lo deposites donde más te guste.

Por todo este contexto histórico de amenaza permanente al que todos los argentinos nos hemos acostumbrado, es que surge en nosotros esa tendencia a la creatividad, no sólo para inventar nuevas formas de conseguir que el salario deje algún margen de ahorro -logro que de por sí debería coronarnos como los reyes de la creatividad-, sino también nuevas formas de mantener a salvo ese ahorro.

Por eso, hoy, señora, nos ocuparemos de hacer un listado que le dará muchas respuestas acerca de dónde depositar sus ahorros: los lugares más creativos para poner su dinero y hacer que esté al resguardo de los ladrones (incluyendo en este conjunto de personas a los bancos, claro).

Antes, y para ser justos con nuestros antepasados, tenemos que admitir que quienes nos precedieron eran más sabios y que rarísima vez llevaban el dinero a un banco. Lo guardaban en casa, escondido muy creativamente. Es decir que nosotros, en este listado, no hacemos más que remixar aquella creatividad.

En principio, empero, debemos aclarar que ya están agotados los escondites que usaban nuestros abuelos: adentro de una tapita de luz ciega, adentro de una latita de porotos vacía, entremezclados entre las páginas de un libro que nunca nadie lee, debajo del colchón (o incluso dentro, si tenía forro con cierre), adentro de los bolsillos de un viejo saco, enterrado en una maceta… En fin, esos escondites ya han sido descubiertos por todos los amigos de lo ajeno.

También conocen algunos escondites más modernos, como, por ejemplo, adentro de un par de zapatos que nunca se usan, debajo de la alfombra que cubre el piso del placard, entre las maderitas de machimbre del techo del galponcito de afuera, dentro de la gaveta que está atrás de la heladera.

Por eso y con el objetivo de buscar nuevos lugares, la creatividad argenta se ha puesto ante un difícil desafío: poner al reparo nuestro caudaloso poder de ahorro.

Yendo cuarto por cuarto, podemos pensar que el baño es el menos indicado para estas cuestiones. Sin embargo, si el volumen del ahorro no es muy grande, puede haber lugares interesantes. No: dentro del rollo de papel higiénico no es recomendable, aun cuando los ahorros no sean gran cosa. Tampoco dentro del vaso utilizado para lavarse los dientes, en el caso que usted no le diera uso. Pero, sí, puede ser efectivo guardar un puñado de billetes dentro del pie enlozado que sostiene el lavatorio (siempre y cuando no sea un mueble) o detrás del espejo del botiquín. Aunque correrá el riesgo de que el efectivo tome olor ambiente y de que, entonces, sea comparado -por su fragancia- con otras sustancias de menos valor económico.

En el dormitorio parece más fácil. Debajo de la mesita de luz, pegado con cinta adhesiva, es una buena alternativa. Pero, para los que tienen taparrollos desmontables, es mucho más eficiente esconderlo allí dentro, bien sujeto puede resguardarse un buen puñado de billetes.

La cocina nos brinda un lugar poco visitado por los ladrones: el lavaplatos. Pero, ojo, no dentro del lavatorio, salvo que usted acumule tantos platos sucios que crea que los asaltantes pasarían por alto el lugar sin revisión. Decimos, más bien, debajo del lavatorio: en la cara opuesta al frente de la pileta, también con cinta adhesiva. Asimismo, detrás de algún zócalo de la mesada, si pudiera desmontarse, o atrás de la alacena (pero nunca dentro).

No recomendamos, bajo ningún punto de vista, guardar los ahorros dentro de un electrodoméstico, puede ser fatal: ponerlos en una juguera para poder exprimirlos no es buena idea; menos dentro del lavarropas, aun cuando crea que le será necesario lavar el dinero; nunca en la TV, la gente que trabaja allí ya gana mucho dinero pero nunca será suficiente; y menos que menos, dentro de la heladera: con el frío, los billetes cambian su aspecto e imagine si los dólares fueran confundidos con lechuga o espinaca, se comería la ensalada más cara de su vida.

Antes de darle nuestro consejo final, tenga en cuenta que, salvo en el caso de que tenga sus ahorros en dólares (poco probable en los tiempos que corren), deberá tener su dinero a mano, porque sino puede pasarle como a mí, que cuando fui a desenterrar del jardín los ahorros de mi abuela, me encontré con unos coloridos billetes de pesos Ley 18.1888: los millones que juntó equivalen hoy, con suerte, a 10 centavos de dólar.

Por eso, queremos avisarle que la mejor idea, siempre, es gastarse los ahorros en vida. Te pueden quitar los ahorros pero quién te va a quitar lo bailado.

domingo, 25 de marzo de 2012

UNA LISTA CON DIEZ COSAS

Habitualmente, cruzarse con el filósofo hispano-argentino Osquimé puede ser como encontrarse con cualquier persona. Sin embargo, si uno sabe preguntar pero, sobre todo, sabe escuchar, el hecho puede ser sumamente revelador. Flaco y desgarbado, puede enumerar más teorías que los kilos que porta, ya que, como suele ocurrir en estos casos, su sabiduría es mucho más vasta que su propia dimensión física. Sin embargo, hay uno de estos encuentros que recuerdo con especial detalle: el día que me dijo: “Hacé una lista con las diez cosas que más te gustan hacer en la vida”.


Osquimé es un filósofo que fusiona el iluminismo con el orientalismo. De joven estuvo en Japón y eso lo marcó a fuego: se trajo el amor a la cama cucheta y el odio por el Sake. Lo difícil fue convencer a su mujer de que la cama matrimonial debería, ahora, transformarse en una cama de las llamadas marineras y que ella debería dormir arriba. Aunque casi le cuesta el matrimonio, lo logró. Es un poco incómodo, lo admite, pero hay que ver todo el lugar libre que queda en la habitación.

Peina su bigote más allá de su labio superior y usa camisas a rayas. Es amante de Lanús y de la dieta disociada, por ejemplo, nunca combinará, en una misma comida, pastas y carne. El estómago dispone de jugos gástricos diferentes para procesar ambas comidas y liberados, al mismo momento, se anulan entre sí, asegura él. Por eso, después, la digestión puede transformarse en indigestión.

Como todo filósofo, tiene sus detractores, y algunos lo acusan de falsear su apariencia calma y pacífica. En la década del setenta, cuando comandaba la revolución sindicalista del sector eléctrico argentino, solía desafiar a golpes a los jefes que no escuchaban sus reclamos. Y, ha sido artífice de las múltiples batucadas que se armaban para reclamar aumentos de sueldo. Y, aunque pocos los imaginamos bailando al ritmo de ningún tambor, dicen que mostraba sus habilidades danzantes mientras vociferaba palabras inapropiadas para este blog.

Pero lo que más lo alteraba, sin lugar a dudas, era que le tiraran los borradores de los trabajos que él revisaba antes de cotejar que los arreglos que él señalaba se hubieran hecho eficientemente. Allí, no había orientalismo que pudiera contener su furia. Cierta vez, dicen voces anónimas, tomó por el cuello a una secretaria y la metió dentro del cesto de papeles para que los buscara: “El cesto era de tamaño industrial y que, de hecho, la mujer encontró los papeles, me aclararon. Sin embargo, yo no puedo imaginar a Osquimé en esa situación tan poco pacífica.

“Hacé una lista con las diez cosas que más te gustan hacer en la vida, que más feliz te hacen”, me dijo. Y yo mentalmente empecé a hacerlas. “…Tomar sopa, si es de matambre, mejor; escuchar música; estar con mi familia; jugar al tenis; viajar; escribir…”. Ahora, fijate cuántas actividades de esa lista hacés regularmente y cuántas no hacés nunca”, me sugirió.

“Cuando terminés con eso –agregó-, hacé una lista con las diez cosas que no te gustan hacer o te hacen más infeliz, y fijate con qué regularidad las hacés”. Antes de irse y sin que yo pudiera contestar, concluyó: “si de tu segunda lista hacés más cosas que de tu primera lista, estás en serios problemas”.

domingo, 11 de marzo de 2012

LA CHICA TANDA

Su edad es un misterio, o, al menos, eso es lo que ella cree. También tiene el pelo revitalizado y libre de frizz como recién salido de la peluquería, o, al menos, eso es lo que ella cree. Entra a su casa cantando “hoy, hice arroz”, al ritmo del I’m coming out de Diana Ross, aunque haya comprado la promoción del restaurante Sarasa con el Recontracupón. Y, a menudo, sella sus frases con un remate publicitario. Es la chica tanda.
Hace un tiempo largo que descubrió su amor por la TV. Ella mira la TV un buen rato por día, aunque, en lugar de ver la programación del canal, ve las publicidades. Hace zapping pero al revés: va de canal en canal buscando la que justo está con la tanda publicitaria. Por eso, antes que ver películas en el cine –que no tiene tandas para ver-, el sábado a la noche prefiere ir al supermercado, porque, ese día, la tarjeta Risa del banco HDP le da un 2 por ciento de descuento en el quinto de cinco productos idénticos.

Con ese ahorro, ella sabe que podrá comprarse un lindo suéter color verde manzana que combinará con su falda color crudo. A lo que agregará unas botas color tiza. Porque, en ella, los colores son manila, tiza, ciruela, petróleo, melón, tomate, salmón, caqui, chocolate…

Todos tenemos algo de chica tanda pero ella lo tiene todo. Su máxima pregona que, a través de la información que le da la publicidad, puede tomar las mejores decisiones. O, al menos, eso es lo que ella cree.

Se adhirió a la TV por cable sólo cuando las empresas rompieron su promesa y empezaron a incluir tandas publicitarias en medio de su programación. No le importa la trama de la novela de turno, si, igualmente, ella puede seguirlas a través de las publicidades.

Sus actores favoritos son los que, alguna vez, fueron sinónimos de publicidades. Por eso idolatra a Susana Giménez, a Natalia Oreiro, a Pancho Ibañez, a Susana Romero, a Patricia Sarán, a Susana Traverso, a Hugo Arana, a Zulma Fayad. Pero, lo curioso, es que recuerda qué publicidades protagonizaron y qué marca vendían: Jabones Cadum, Tampones OB, La Serenísima, Jockey Club, vino Uvita, vino Crespi, Aceite La malagueña…

Se sabe todos los chistes de La llama que llama, tiene grabada la colección de las publicidades de Quilmes y siempre vio, antes que nadie, la publicidad que se acaba de estrenar.

Porque mira mucha TV. Y no sólo para comprar. Aprende mucho mirando la TV a diario. A fuerza de ver una y otra vez las publicidades, sabe que “el 80 por ciento de las bacterias no está en los dientes”, también que “si la inflamación no se va, el dolor vuelve”, sabe qué es un “Lactobacillus GG”, cómo evitar el “tránsito lento” y que lo “caro” es sinónimo de “lo mejor”.

Pero que quede claro, ella gusta de las publicidades no de la propaganda. La propaganda no le importa porque no es divertido: las elecciones son cada cuatro años o, a lo sumo, cada dos años. En cambio, las compras se pueden practicar todos los días del año. Es más, gracias a Internet, puede aplacar su abstinencia de los días feriados.

A esta altura, el lector ya habrá advertido que su sueño es protagonizar una publicidad, por eso practica todo el tiempo y, a falta de pantalla, tiene tretas para ser observada todo el tiempo. Habla fuerte, gesticula, llega tarde, siempre le ha pasado algo relevante. Porque su pasión, más que escuchada, es ser observada. Por eso, su lugar en el mundo es la TV. Allí donde existe el mute, pero no es posible apagar la imagen.

Si tuviera en sus manos el anillo de Giges, aquél que –según Platón- mediante un giro volvía invisible a su portador, lo usaría pero sólo como adorno, nunca lo giraría. Porque si algo le hace daño a la chica tanda es ser invisible ante los demás. Preferiría ser descubierta espiando antes que ponerse el casco de Hades de Perseo, subirse al avión invisible de la mujer maravilla o usar la capa de invisibilidad de Harry Potter.

Es que, para ella, la invisibilidad es la soledad misma, como alguna vez indicó Jorge Luis Borges. Por eso, tiene que brillar. Porque su brillo, en los ojos de los otros, se ve como si fuera el mejor brillo del mundo. O, al menos, eso es lo que ella cree.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

VAMOS A LA PLAYA

Era el pleno enero de hace un par de años. El recambio de quincena había caído incómodo… o, mejor dicho, demasiado cómodo para todos. Aquél domingo los veraneantes desfilaban por el asfalto de las rutas más que nunca. En este marco, Hugoró se animó a atravesar los 360 kilómetros que separan a la ciudad capital del país de Mar del Tuyú, una cálida, familiar y acogedora ciudad balnearia de la costa atlántica argentina.

Después de ocho horas de viaje, sin aire acondicionado dentro del auto, Hugoró llegó, junto a su mujer, a la puerta exacta del departamento que habían alquilado desde Buenos Aires. Estaba cansado, sí; pero lo mantenía en pie la ilusión de llegar, tirar los bolsos a un costado y salir corriendo para la playa, a una sola cuadra del reducto alquilado. Por eso, no le pesaban las valijas, el bolso de mano, la colorida sombrilla atravesada sobre la espalda y las sillas de madera para la instalar sobre la arena.

Hizo sólo dos viajes, es cierto, pero eran dos pisos por escalera. Al llegar por primera vez, todo parecía normal. La puerta del departamento abrió sin problemas, el lugar tenía ventanas, cama, cocina, baño… Hugoró apiló las primeras cosas sobre un costado y, dejando a su mujer arriba, fue en búsqueda de la segunda tanda. Diez minutos, calculó él, habrá demorado en volver con la heladerita portátil, la valija con los toallones y las sábanas y el juego del tejo de madera, atado con una soguita a una manija a la que se le había adosado un trapo para que no lastimara.

Al entrar, pensaba, empezarían, por fin, sus vacaciones. Al subir los últimos escalones, incluso, imaginaba a su mujer ya lista y con el traje de baño puesto, como para salir de raje al mar. Pero no. Ella estaba lista pero para limpiar: “Esto es una mugre, vamos a limpiar todo porque yo, así, no me quedo”. “Pero, vamos a la playa y después limpiamos”, dijo con poca ilusión de que su propuesta fuera aceptada. “No –dijo ella- vamos al supermercado a comprar todo para limpiar”.

Al llegar, dividió todo y guardó en la heladera todo lo comestible, junto con las cervezas y el agua, para que estuvieran bien frías.

Dos horas les llevó limpiar todo. Es que, de a dos, todo es más fácil. Hasta dejaron listas las camas y todo preparado para el baño posterior al día de playa y sol.
 A Hugoró seguía manteniéndolo en pie la idea de estar sentado con la sillita de madera frente al mar, manoteando un sándwich y escuchando las olas romper sobre la arena espesa. “¿Vamos a la playa?”, instó como un niño a su mujer. “Bueno, listo, vamos”, respondió ella.

El brazo derecho, que había frotado pisos y ventanas a la velocidad de la luz, justamente, para tratar de llegar al mar antes de que se vaya el día, le rogó conexión con su cuerpo. Se concentró y así juntó pan, fiambre, agua mineral y metió todo en la heladerita portátil, junto con todo el hielo que encontró en el congelador.

Así, con las sillas en una mano, la sombrilla en la espalda y la heladerita en la otra mano, cruzó la calle y empezó a deleitarse con la arena que todavía quemaba los pies. “Esto quería, este sufrimiento y no el otro”, se dijo alegre.

Buscó un lugar estratégico, tratando de no pisar a nadie y plantó la sombrilla. Todo un trabajo de gran exigencia física e intelectual a esa hora del día. Viendo cómo se evitaba el sol y el viento, y, fundamentalmente, sin pisar a ninguno de los veraneantes ya instalados. Tras colocar la sombrilla exitosamente y ubicar las sillas, se sentó al lado de su mujer y respiró profundo. Sólo faltaba refrescarse un poco para estar en el paraíso. Estiró su brazo, casi a ciegas, y manoteó una de las dos botellas. Y, en una sola maniobra, sacó la tapa negra y se clavó un buen trago de… ¡alcohol fino! Sí, parece que las botellitas no eran de agua mineral sino de alcohol fino. Eso sí, el trago estaba bien frío.
Tras ocho horas al sol, Hugoró imaginaba otro comienzo. Sin embargo, el supermercado tenía aire acondicionado así que, al entrar, no maldijo su suerte y se relajó: lavandina, detergente, unas papas fritas, limpiavidrios, un poco de pan y un poco de fiambre, desengrasante para la cocina, unas cervecitas, limpiador para el baño, esponjita cuadriculada, un salamín picado grueso, desinfectante en aerosol, rollo de papel de cocina, un poco de queso gruyere, una franela y un trapo rejilla… “ah, y un par de botellitas de agua mineral para llevar a la playa, después de limpiar, claro, acá están”, se acordó antes de cerrar la compra.

domingo, 11 de diciembre de 2011

EL PERSEGUIDOR DE HORMIGAS

En todos los barrios hay algún personaje que se destaca por sobre el resto. Puede ser hombre o mujer, viejo o joven, flaco o gordo… no importa. Porque no es eso lo que lo vuelve particular. Pero sin lugar a dudas, el Perseguidor de hormigas de Castelar, es un hombre que se destaca entre los destacados y, como si fuera El flautista de Hamelín, recorre las calles con un único objetivo: deshacerse de las hormigas que encuentra en su camino.

Para empezar, debo admitir que tengo algo de nómade. No mucho, sólo algo. A lo largo de mi vida, he vivido en cuatro casas. Cuatro casas en cuatro barrios distintos. Todos en Ramos Mejía, eso sí. Mi primera casa fue entre Rincón y la vía, literalmente. En la esquina de las calles Rincón y Caupolicán, al borde del asfalto y con las vías del ferrocarril tras el alambrado del fondo. Linda casa, lindos recuerdos. El personaje de allí fue Verónica, una alemana muy curiosa que pasaba horas mirando hacia la calle y, según dicen, llevaba un control por escrito de los que pasaban y cómo iban vestidos.

Luego, nos mudamos a la calle Malabia, a cuatro cuadras de la casa anterior. Esta vez, quedamos a 50 metros de la vía. Linda casa, lindos recuerdos. Enfrente, otra vez, vivía la mujer que lavaba la calle. Sí, la calle. No sólo la vereda, también lavaba la calle. Hasta la mitad, elegía su porción delicadamente y se cuidaba de no pasarse de la frontera demarcada por la brea que dividía en dos la calle. Lo más gracioso es que se enojaba cuando pasaban los coches por “su” calle.

La casa de la avenida Pedro B. Palacios fue mi tercer hogar, ya más lejos de las vías. Linda casa, lindos recuerdos. Allí, tenía una vecina que gustaba de las horas nocturnas para lavar la vereda, pasear a la perra y enojarse con cualquiera que pase por al lado de ella. La mujer, todavía, acusa al panadero de al lado de robarle el agua, pero seriamente: hizo una denuncia en la Comisaría y todo.

Por último, acá en Emilio Mitre, tengo a un vecino que, en horas de la madrugada, sale a limpiar las veredas de todas las casas de su manzana y, si termina rápido, sigue con otras. A las tres de la madrugada, él ya está embolsando basura ajena.

Pero no son mis vecinos los protagonistas de estas líneas sino alguien que ha logrado trascender al barrio y transformar su historia en leyenda, aun cuando es absolutamente real. Se trata del Perseguidor de hormigas de Castelar, un hombre que, durante la noche, se levanta, se viste y recorre las calles de su barrio en busca de hormigas.

No tiene flauta mágica, como el personaje del cuento de Hamelín, ni tampoco viste ropas coloridas. Simplemente, sale a la noche con la vista fija en el suelo, tratando de detectar a la especie más temida en la frondosa zona de Castelar en la que vive: las hormigas. Los que tuvieron la experiencia de cruzarse con él, que han sido muchos, juran que haberlo visto no ha sido a causa de su alta graduación de alcohol en sangre. En increíble coincidencia, lo describen como flaco, alto, algo desgarbado, siempre encogido hacia abajo, y con los ojos atentos al suelo.

“Buenos días”, le dijo Gabiguí, una noche en la que ya era de día, de regreso a su casa. Y él la miró, sólo la miró. Por un instante interrumpió su metódico trabajo y estampó sus ojos en los de ella, pero no respondió ni una palabra. Volvió a hincarse sobre el piso y aplastó su dedo por enésima vez en la noche.

Cuentan, también, que busca la hilera de hormigas marchando por el asfalto o las calles de tierra y, una vez detectada, presiona su dedo índice derecho contra el suelo, justo donde la hormiguita camina. No le teme a la revancha colectiva, peor aún, se muestra frío ante cada asesinato.

Y, aunque cualquier analista dirá que le gusta sentir la muerte en sus manos (literalmente, en su dedo), el Perseguidor no parece tener ese perfil. Los lugareños dicen que no lo hace por dinero, como el famoso flautista, sino que lo hace por protección. Y que usa su dedo porque le gusta llevar la cuenta de su hormiguicidio. Otros, en cambio, hablan de que intenta borrar de su dedo índice la memoria de haber tocado a la mujer de su vida, hoy lejos de él. Así, dicen, el Perseguidor intenta desterrar de sus manos el olor que ella dejó sobre él, amontonando sobre su dedo el olor a muerte.

sábado, 10 de diciembre de 2011

¿A QUÉ PISO VA?

Es una paradoja. El viaje más corto de todos es el que nos resulta extremadamente largo. Hasta su espera, también corta, nos resulta interminable. Tal vez, la raíz de su explicación debe estar en la incomodidad de este viaje. Y quizás, también, en su innaturalidad: por más que nos expliquen con fundamentos absolutamente racionales, nuestra conciencia, en el fondo, nunca terminará de comprender cómo esa maraña de fierros sube y baja con sólo apretar un botón.

Es, claro, el viaje en ascensor. Ascensor o elevador. En realidad, el mal llamado ascensor, porque asciende, sí, pero también desciende y no, por eso, le decimos descensor.

Ya, desde el vamos, es difícil entender cómo una cosa tan pesada pueda subir y bajar sin caerse. Ahora, encima que se abran las puertas automáticamente, que se cierren, que uno marque el piso, que otros marquen otro y que vaya a todos, que nos diga “buen día, primer piso”, que sea todo cerrado y que uno no se asfixie... Cómo hace esa cosa para entender todo, para hablar, para acordarse dónde detenerse y para no pararse en el medio: es una gran incógnita.

Por extensión, tampoco sabríamos qué hacer en el caso de que se rompa, por ejemplo. Lo cual genera una paranoia tal en la gente que, por más que uno esté dentro del ascensor unos pocos segundos, será suficiente para que sintamos que los segundos transcurren al paso de las horas.

Además, es claro que, en un ascensor, nunca entra la cantidad de personas que el cartelito dice admitir. “Máximo 4 personas”, ¡si no entran ni dos! Es tan pequeño el espacio que uno debe colocarse a una distancia menor que la soportada en cualquier otra situación. Uno no se pone tan cerca para hablar, para comer; es más, hoy en día, ni para bailar se pone uno tan cerca del otro.

Sin embargo, allí está, señora o señor, a centímetros de su acompañante, oliendo sus olores, respirando su aire, mirando para cualquier lado con tal de evitar verse a la cara. Así, los señores se ven forzados a mirar las voluptuosidades de su vecina y las doñas –a quienes se les ha enseñado no mirar a los hombres a los ojos- se ven obligadas a mirar el piso, a riesgo de fijar su vista por ahí... por ahí abajo.

Claro que, para aquellos que sí se animan a mirarse a los ojos, el destino puede depararles vivencias extremas. Por ejemplo, he conocido parejas que se han enamorado en un viaje de dos pisos. Y con el ascensor funcionando correctamente.

El tema es que uno no se arropa como para que la gente los mire a centímetros, sino a metros. Entonces, en un ascensor se hacen más evidentes los escotes y, las transparencias y los abultamientos, así como las arrugas, las cicatrices y la falta de abultamiento.

Entonces, ¿qué debemos hacer?

Si uno pudiese elegir ¿qué es mejor: viajar solo o acompañado? Viajar solo nos garantiza intimidad para mirarnos al espejo, limpiarnos los dientes, acomodarse la ropa y otros menesteres menos púdicos. ¿Pero si se para? El ascensor, digo... Si detiene su ascenso (o descenso) en medio de la nada. ¿Si se abren las puertas y lo único que uno ve es pared sin revocar? Y, peor aún, ¿qué hacer si esa cosa herméticamente cerrada se detiene pero no abre las puertas?

Creo que es preferible estar acompañado. Definitivamente. Si bien “mal de muchos consuelo de tontos”, “juntos somos más”: y gritamos más fuerte y golpeamos más fuerte las puertas. Lo mejor (o lo peor, depende sea el caso del acompañante), es que podremos transcurrir las horas de encierro de manera mucho más amena. Como los presos, contarnos historias, hablar de la vida, filosofar, intercambiar figuritas y jugar al chupi, al piedra papel y tijera y, también, al yapeyú, si fueran tres los encerrados.

Aunque, tal vez, lo mejor sería, como decía Jorge Luis Borges, dejar el elevador de lado y usar “la escalera que está perfectamente inventada”.