martes, 21 de junio de 2011

COMPRAR, SOÑAR, PAGAR, DISFRUTAR

Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus revela de qué manera hombres y mujeres difieren en todas las áreas de su vida. Los hombres y las mujeres no sólo se comunican en forma diferente, sino que piensan, sienten, perciben, reaccionan, responden, aman, necesitan y valoran en forma diferente”, dice John Gray. Y, diría yo, contradiciendo a Shakira que prefiere no creer, que hombres y mujeres, además, compran de manera diferente.

El marketing (del lat. Garkae et ringum: “sonaste, te garcamos”) tiene como objetivo principal el de generar una necesidad hasta el momento ausente o imperceptible desde la razón consciente. Para lograr su cometido, una de sus mayores armas es la publicidad. Sin embargo, nada más viendo las publicidades de la TV, uno puede darse cuenta de las diferencias entre hombres y mujeres viendo de qué distinta manera se busca seducir a cada uno.

Ellos compran poder; ellas compran sueños. Aun a sabiendas, ellas, que adquieren promesas y que, por tanto, compran magia o utopías. En cambio ellos creen, fehacientemente, compran poder.

Los hombres, más concretos, más realistas, compran objetos que le sirven claramente en su búsqueda de poder. Pero fundamentalmente, saben qué comprar antes de salir a comprar. Las mujeres, por otra parte, salen sabiendo, únicamente, que irán de compras. Porque solo con eso alcanza; ellas saben bien que van a disfrutar saliendo de compras, sin importar qué cosa van a comprar, incluso si van a comprar o no.

Vamos a los ejemplos (a esta altura del texto, los hombres ya quieren ejemplos, ellas en cambio querrán reflexionar más con la teoría del romanticismo: si usted es mujer, puede saltear el párrafo de los ejemplos, le damos permiso): El hombre promedio quiere autos que te ayuda a levantar minitas, celulares de última generación -con máquina de fotos, jueguitos y GPS- que te ayuda a levantar minitas, ya no computadoras sino notebooks, netbooks y e-books, que te ayudan a levantar minitas, y LCDs Full Full, home teather y blu ray 3d, que los ayudan a mantener cerca a las minitas que se levantaron. Y no quiere, mientras, ir de paseo. Quiere ir, comprar y volver a sus casas. Elegir rápido y que no haya que esperar ni para llevarlo, ni para pagar.

La mujer promedio, por el contrario, prefiere la crema anticelulitis (que usa la modelo con las piernas más lindas y que, por consiguiente, no tiene celulitis), las cremas antiarrugas (que se venden mostrando la cara de una chica de 25 y que, por tanto, no tiene arrugas), el shampú que alisa o el acondicionador que enrula (siempre lo contrario de lo que indique la naturaleza de su cabello) y las zapatillas que hacen adelgazar con sólo tenerlas puestas. Claro que, mientras, disfrutan también de probar ese nuevo perfume, tocar la tela de ese vestido que se ve tan lindo, probarse una camisita (aunque sepan que no la van comprar), mirar la confección de un conjunto de ropa interior, validar la terminación de unos zapatos, evaluar la calidad del cuero de una campera, comerse un heladito y criticar, de paso, a la que se está comprando esa ropa horrible.

La pensadora Betty Parlo se refiere al origen de esta diferencia en su libro “Conmigo no, varones”. Según ella, todo este juego está relacionado a que las mujeres gustan de entrar a un negocio, tienda o shopping porque allí es el único lugar del mundo en el que son tratadas bien, en donde constantemente intentan seducirlas, en donde se sienten importantes, en fin: el único lugar en el que reciben algo antes de irse, aunque para ello sea necesario entregar un poco de dinero.

En cambio, el filósofo Ricky Póster sostiene, en su obra “Los hermeneutas del shopping”, que esta aseveración es completamente destituyente y que, en todo caso, el debate del tema debe ser desencriptado, eliminando los códigos de barra, y abierto a toda la sociedad. Asimismo, asegura que las mujeres critican que los hombres se hayan sustraído de la lógica de pasear mientras se compra, pero que, paradójicamente, quieren que ellos se hagan cargo de los gastos.


Tiempo para todo

Un estudio reciente, calculó que, en promedio, las mujeres pasan tres años de sus vidas haciendo compras, algo así como el 5 por ciento de su tiempo. Si a eso agregamos que, al igual que los hombres, un tercio de su existencia lo pasan durmiendo, otro tercio trabajando, una décima parte cocinando y otro tanto limpiando, llegaremos a la conclusión de que, si tienen hijos, será imposible asistirlos sin dejar de hacer el resto de las cosas. Ya que sólo queda un 9 por ciento del día libre, que deberán dedicarlo a ser las esposas perfectas.

En cambio, los hombres no tienen tanto tiempo para gastar en compras, porque pasan un tercio de sus vidas trabajando, otro tercio durmiendo y un 20 por ciento mirando deportes (o jugando a la play, depende el tamaño de la panza). Lo cual deja un mínimo de 13 por ciento libre, que ocupan un 3 por ciento para desaparecer y un 10 por ciento para explicarles convincentemente a sus esposas el motivo por el cual desaparecieron.

No sabemos si en Venus hay shoppings y en Marte pelotas y revólveres; no sabemos si la evolución de la humanidad ha hecho que la búsqueda de frutos para comer se traslade al paseo en las góndolas de los supermercados, y la caza de animales, en deportes; no sabemos si la ansiedad en las mujeres se manifiesta en placer por gastar y en los hombres, en desesperación por no esperar; no sabemos si las decisiones en unas ameritan evaluación y comparación, mientras que, en otros, genera repentización y decisiones apresuradas, como muestra de poder absoluto. Lo que sí sabemos, es que los hombres compran y las mujeres disfrutan. Eso sí: después, ellas sentirán culpa y ellos, absoluto placer.

miércoles, 8 de junio de 2011

ES PREFERIBLE REIR QUE LLORAR

Se sabe que la carcajada rejuvenece, elimina el estrés, las tensiones, la ansiedad y para algunos hasta adelgaza; mientras que, por otro lado, la cólera, la rabia, la depresión o el pesimismo favorecen la aparición de enfermedades. A pesar de eso, es más fácil hacer llorar que hacer reír. La explicación es más cultural que física: las personas lloramos por lo mismo, pero reímos por cosas diferentes.

El cine no ayuda. De las 83 películas que han sido premiadas con el Oscar a la mejor película, sólo seis son comedias. Menos aún son los premios entregados a actores o actrices con roles cómicos, sólo cuatro. Si, en cambio, salimos de La Academia y nos vamos al American Film Institute (AFI) que, en 1998, hizo una lista con las 100 mejores películas de la historia del cine, veremos que en ese centenar de películas, sólo 11 son comedias.

En la TV, las cosas no son más fáciles… lejos quedaron los tiempos en que el horario central de la caja boba lo ocupaban programas enteramente cómicos. Gracias a eso, quienes peinamos alguna cana disfrutamos del brillo de gente como Alberto Olmedo, Tato Bores, Pepe Biondi o Antonio Gasalla, todos maravillosos aun con estilos muy dispares. Y no solo en Argentina: yo, por ejemplo, he llegado a ver hasta diez veces el mismo capítulo de los Tres Chiflados, el Agente 86 o el Chavo del Ocho. Y eso que en mi infancia había sólo cuatro canales.

En teatro, ni hablar. Es cierto que hay muchas comedias en cartel, tal vez más que dramas si consideramos como humor al teatro revista. Sin embargo, las dificultades pasan por la efectividad del humor. Un actor podría soportar dignamente que ningún espectador llorara cuando él encumbra una actuación dramática. Pero es terrible hacer un chiste y que nadie se ría. ¿Cómo se sigue adelante? Imposible. Los premios, igual, se los llevan siempre las obras dramáticas.

Lo mismo ocurre en literatura. De los más de cien premios nobel a la literatura que han sido entregados, no hay ninguno entregado por un libro puramente humorístico. Hay premios a poetas, filósofos y a escritores dramáticos, épicos e historiadores. Pero no a humoristas. Como consuelo, en los fundamentos de los premios, la palabra sátira aparece una vez, con George Bernard Shaw, y la palabra humor, dos: Sinclair Lewis fue reconocido por sus “personajes creados con ingenio y humor”, y con John Steinbeck , la Acadamia sueca destacó que “incorpora un humor simpático”. Tres de 108.

Ajenos a todas esas cuestiones, hay quienes insistimos en el intento de provocar la risa. Y sí, tal vez el drama “garpe” más que la comedia, pero la risa siempre será más: riendo, hasta se puede llorar de risa, pero nunca alguien va a reír de llanto.

Los chicos, los mejores

Para entender el humor, tal vez sea menester ligarlo al asombro o a la simpática sorpresa. En este sentido, los mejores comediantes son los chicos que, con sus ocurrencias absolutamente racionales, provocan nuestra risa. Como cuando Matilá, después de escuchar que la TV, antes, se veía en blanco y negro, le preguntó a su abuela si era porque las cosas y las personas antes eran en blanco y negro. O como cuando Gonzapó dedujo que si el dentista era el doctor de los dientes, el oculista debía ser el doctor del culo.

O cuando Milugí, a los tres añitos, tras observar por largo rato cómo su padre leía el libro “Código da Vinci”, le preguntó: “¿Cómo podés leer un libro si no tiene dibujitos?”. O el caso de Juliál que, viajando en un colectivo, tras preguntarle a su abuela por una “señora gorda” y escuchar que “no era gorda sino que estaba embarazada”, preguntó seguidamente si el hombre que estaba, entonces, al lado de ellas también estaba embarazado.

O, por ejemplo, el caso de Martifré que cierta vez, cuando esperaba el resultado de una placa radiográfica que le habían hecho de su bracito, escuchó que su mamá le dijo: “cruzá los dedos porque me parece que, de acá, nos vamos con un yeso”. Segundos después, vino el médico y les anunció: “bueno, hay que hacer un yeso por un mes”. Inmediatamente, Martifré miró a su madre y le reprochó: “¡pero si yo crucé los dedos!”.

Estas son unos pocos ejemplos de la asombrosa facilidad de los niños para observar el mundo y cuestionarlo usando el más puro razonamiento. Tal vez, tantos años de imperfecto razonamiento, en cambio, nos lleva a los grandes a pensar de manera distorsionada. O, simplemente, anulamos nuestra curiosidad, nuestra capacidad de sorprender y sorprendernos, e, incluso, de reírnos.

Por eso, a pesar de que los premios estén imantados a los dramas o a la épica, las carcajadas deberían ser, necesariamente, más sonoras que los lamentos, y los “Ja Ja Ja” deberían ser mucho más frecuentes que los “sniff”.