Siete días antes de descansar, Dios creó los cielos y la tierra. Y dice el Génesis que, “en el principio, fue la luz, a la que apartó de las tinieblas”, y las llamó “día” y “noche”. Luego “las aguas, a las que apartó de la seca”, y las llamó “mares” y “tierra”. Más tarde, la hierba, los árboles y los animales. Y, por fin, llegaron el hombre y la mujer, quienes, tras recibir la bendición divina, se dedicaron dar nombre a todos los hijos que tenían y a todas las cosas que iban descubriendo e inventando. Claro, al inicio fue fácil, Caín, Abel y todos los demás. Pero después…
Los hijos de Adán y Eva trataron de hacer su mejor esfuerzo pero, ya sea porque no estaban inventados los nombres o porque no estaba inventada la creatividad, la cantidad de hijos les agotó la mente. Por eso, primero recurrieron a los números, hábito que todavía persiste. Luego, alguien tuvo la feliz idea de asignarle a cada día del año, el nombre de un santo ¡y santo remedio! ¿El nene nació un 11 de enero?, Higinio; ¿la nena vino un 9 de febrero?, Apolonia. ¿Mellizos el 24 de marzo? Berta y Agapito. En fin, el santoral resolvía todos los inconvenientes.
De todos modos, los nombres no alcanzaban y, entonces, aparecieron los primeros apellidos. Elegidos para distinguir a los que eran hijos de, a los que tenían un oficio, a los que venían de determinado lugar o a los que tenían ciertas características físicas, los apellidos sirvieron para distinguir a los integrantes de una misma familia. Pero, como era de esperar, la composición conjunta de nombres y doble apellido fue peligrosa. Y lo sigue siendo: si miran nuestra guía telefónica podrán encontrar a Rosa Ramos Flores, Ángeles Fuertes de Flojo, María Zoila Pérez Sosa, María Baba de Toro y Mónica Galindo. Y más conocido a nivel local, en San Justo, vive doña Silvia Memeo que se casó con el Sr. Parada. Los riesgos del amor que le dicen.
Soluciones al alcance de
Pegadito, pegadito, apareció la farándula y, quizás por las incómodas combinaciones o porque su apellido real les resultaba muy poco pegadizo (no da que un famoso se llame Reginald Kenneth Dwight –Elton John-, Louise Ciccone –Madonna- o Issur Demsky Danielovitch -Kirk Douglas-), algunos aprovecharon para deshacerse de los nombres originales. Así, Roberto Sánchez fue Sandro, Clotilde Acosta pasó a ser Nacha Guevara (más revolucionaria), Rosa María Juana Martínez Suárez se transformó en Mirtha Legrand (más chic), Graciela Zabala le birló el apellido a Jorge Luis y pasó a ser una Borges (más intelectual); Reina adoptó el apellido Reech para reemplazar su original José (más diva); y Gladis Osorio mutó en Mercedes Sosa (más Folk).
En algunos casos, es entendible: si no se llamara Horacio Guaraní, ¿alguien recordaría que aquél cantor que no se quiere callar se llama Eraclio Catalín Rodríguez? Peor aún, ¿algún productor le daría trabajo a ese simpático conductor sabiendo que se llama Alberto Fernando Pochulú? Menos mal que, entonces, se puso Fernando Bravo. Y Johnny Allon, ¿habría sido el ícono musical más bizarro de los sesenta si se presentara como Juancito Sánchez?
Así en el fóbal como en el rock
Pero, como si esto fuera poco, surgieron los jugadores de fútbol, que, bajo la falsa pretenciosa originalidad de los relatores, se balancearon entre ser personas de primer nombre, segundo nombre y apellido (Ubaldo Matildo Fillol, Leopoldo Jacinto Luque, Mario Alberto Kempes, Diego Armando Maradona y Juan Román Riquelme) a personajes cuyo sobrenombre era “imprescindible para ser”: que el nene, que el bocha, el pinino, el matador, el loco, el patrón, el mago, el jefe, lechuga, carucha, el polilla, el pato, el conejo, el piojo, el mono, el burrito, el ratón, el cáta, el gringo, el pelado, el colorado, el pítu, el cúchu (no confundir con “la cúchu”), el pipa, el apache, el ogro, la bruja, el príncipe, el rey, el mesías y, directamente, Dios.
Y ya que volvemos al origen de todo, vayamos al origen del rock. También hubo que bautizar a esa yunta de personas que se reunían a hacer ruido. Y aquí, sí, podemos esperar nombres creativos, ya que se trata de artistas. En Argentina, los primeros optaron por animales o frutos (Los Gatos, Almendra), creando una verdadera tendencia (Los ratones paranoicos, Rata Blanca, Los pericos, Banana y un largo etcétera). Después, se pasó a expresiones tomadas del latín (Vox Dei, Sui Generis, Crucis) y, luego, a la propia imaginación fogosa, lúcida y pegadiza de la juventud de los ochenta (Zas, Soda Stéreo, Los enanitos verdes, Suéter, Los Twist o Viuda e hijas de Roque Enroll). Lo que vino después fue, directamente, la debacle: Martes Menta, Mortadela Rancia, Los calzones rotos… ¿Cómo fue que pasamos de V8 a Airbag?
Las personalizaciones también picaron en punta: las huestes de Billy Bond (y la pesada) y Patricio Rey (y los redonditos) darían pie a Don Cornelio (y la zona). En tanto, las posesiones (o ex posesiones) de algunos también llegarían a las marquesinas del rock: esta tendencia creativa fue vista aquí con La mancha de Rolando (Rivas), La cresta de Don Gregorio (de Laferrere) y Las pelotas (en este caso, anónimas); aunque también inspiraron a músicos de la madre patria que se inclinaron por La oreja de Van Gogh, nombre de la retornada y popular banda española que hace referencia a la extremidad perdida por el famoso pintor holandés, opción que surgió después de descartar los otros dos nombres que tenían como alternativa:
“Nomen est omen”, decían los romanos. Los nombres son presagios, el nombre es el destino. ¿Qué significará, entonces, que los argentinos nos apodemos mutuamente con un simpático “boludo”?