viernes, 20 de agosto de 2010

DECIME CUÁL, CUÁL, CUÁL ES TU NOMBRE

Siete días antes de descansar, Dios creó los cielos y la tierra. Y dice el Génesis que, “en el principio, fue la luz, a la que apartó de las tinieblas”, y las llamó “día” y “noche”. Luego “las aguas, a las que apartó de la seca”, y las llamó “mares” y “tierra”. Más tarde, la hierba, los árboles y los animales. Y, por fin, llegaron el hombre y la mujer, quienes, tras recibir la bendición divina, se dedicaron dar nombre a todos los hijos que tenían y a todas las cosas que iban descubriendo e inventando. Claro, al inicio fue fácil, Caín, Abel y todos los demás. Pero después…

Los hijos de Adán y Eva trataron de hacer su mejor esfuerzo pero, ya sea porque no estaban inventados los nombres o porque no estaba inventada la creatividad, la cantidad de hijos les agotó la mente. Por eso, primero recurrieron a los números, hábito que todavía persiste. Luego, alguien tuvo la feliz idea de asignarle a cada día del año, el nombre de un santo ¡y santo remedio! ¿El nene nació un 11 de enero?, Higinio; ¿la nena vino un 9 de febrero?, Apolonia. ¿Mellizos el 24 de marzo? Berta y Agapito. En fin, el santoral resolvía todos los inconvenientes.

De todos modos, los nombres no alcanzaban y, entonces, aparecieron los primeros apellidos. Elegidos para distinguir a los que eran hijos de, a los que tenían un oficio, a los que venían de determinado lugar o a los que tenían ciertas características físicas, los apellidos sirvieron para distinguir a los integrantes de una misma familia. Pero, como era de esperar, la composición conjunta de nombres y doble apellido fue peligrosa. Y lo sigue siendo: si miran nuestra guía telefónica podrán encontrar a Rosa Ramos Flores, Ángeles Fuertes de Flojo, María Zoila Pérez Sosa, María Baba de Toro y Mónica Galindo. Y más conocido a nivel local, en San Justo, vive doña Silvia Memeo que se casó con el Sr. Parada. Los riesgos del amor que le dicen.


Soluciones al alcance de la TV

Pegadito, pegadito, apareció la farándula y, quizás por las incómodas combinaciones o porque su apellido real les resultaba muy poco pegadizo (no da que un famoso se llame Reginald Kenneth Dwight –Elton John-, Louise Ciccone –Madonna- o Issur Demsky Danielovitch -Kirk Douglas-), algunos aprovecharon para deshacerse de los nombres originales. Así, Roberto Sánchez fue Sandro, Clotilde Acosta pasó a ser Nacha Guevara (más revolucionaria), Rosa María Juana Martínez Suárez se transformó en Mirtha Legrand (más chic), Graciela Zabala le birló el apellido a Jorge Luis y pasó a ser una Borges (más intelectual); Reina adoptó el apellido Reech para reemplazar su original José (más diva); y Gladis Osorio mutó en Mercedes Sosa (más Folk).

En algunos casos, es entendible: si no se llamara Horacio Guaraní, ¿alguien recordaría que aquél cantor que no se quiere callar se llama Eraclio Catalín Rodríguez? Peor aún, ¿algún productor le daría trabajo a ese simpático conductor sabiendo que se llama Alberto Fernando Pochulú? Menos mal que, entonces, se puso Fernando Bravo. Y Johnny Allon, ¿habría sido el ícono musical más bizarro de los sesenta si se presentara como Juancito Sánchez?


Así en el fóbal como en el rock

Pero, como si esto fuera poco, surgieron los jugadores de fútbol, que, bajo la falsa pretenciosa originalidad de los relatores, se balancearon entre ser personas de primer nombre, segundo nombre y apellido (Ubaldo Matildo Fillol, Leopoldo Jacinto Luque, Mario Alberto Kempes, Diego Armando Maradona y Juan Román Riquelme) a personajes cuyo sobrenombre era “imprescindible para ser”: que el nene, que el bocha, el pinino, el matador, el loco, el patrón, el mago, el jefe, lechuga, carucha, el polilla, el pato, el conejo, el piojo, el mono, el burrito, el ratón, el cáta, el gringo, el pelado, el colorado, el pítu, el cúchu (no confundir con “la cúchu”), el pipa, el apache, el ogro, la bruja, el príncipe, el rey, el mesías y, directamente, Dios.

Y ya que volvemos al origen de todo, vayamos al origen del rock. También hubo que bautizar a esa yunta de personas que se reunían a hacer ruido. Y aquí, sí, podemos esperar nombres creativos, ya que se trata de artistas. En Argentina, los primeros optaron por animales o frutos (Los Gatos, Almendra), creando una verdadera tendencia (Los ratones paranoicos, Rata Blanca, Los pericos, Banana y un largo etcétera). Después, se pasó a expresiones tomadas del latín (Vox Dei, Sui Generis, Crucis) y, luego, a la propia imaginación fogosa, lúcida y pegadiza de la juventud de los ochenta (Zas, Soda Stéreo, Los enanitos verdes, Suéter, Los Twist o Viuda e hijas de Roque Enroll). Lo que vino después fue, directamente, la debacle: Martes Menta, Mortadela Rancia, Los calzones rotos… ¿Cómo fue que pasamos de V8 a Airbag?

Las personalizaciones también picaron en punta: las huestes de Billy Bond (y la pesada) y Patricio Rey (y los redonditos) darían pie a Don Cornelio (y la zona). En tanto, las posesiones (o ex posesiones) de algunos también llegarían a las marquesinas del rock: esta tendencia creativa fue vista aquí con La mancha de Rolando (Rivas), La cresta de Don Gregorio (de Laferrere) y Las pelotas (en este caso, anónimas); aunque también inspiraron a músicos de la madre patria que se inclinaron por La oreja de Van Gogh, nombre de la retornada y popular banda española que hace referencia a la extremidad perdida por el famoso pintor holandés, opción que surgió después de descartar los otros dos nombres que tenían como alternativa: La Mano de René Lavand o El piripítchio de John Bobbit.

“Nomen est omen”, decían los romanos. Los nombres son presagios, el nombre es el destino. ¿Qué significará, entonces, que los argentinos nos apodemos mutuamente con un simpático “boludo”?



lunes, 9 de agosto de 2010

MIEDOS SUBTERRÁNEOS

¿A quién no le pasó alguna vez?


Tarde de lluvia. Subte, Línea A hacia Primera Junta. Saliendo de la estación Perú, el tren empieza a andar lentamente. Con ese vaivén característico ya de la línea más antigua de la red de subterráneos de Capital Federal, el crujir de la madera y el intermitente apagado de las luces se suman al ruido que crece hasta volverse ensordecedor, los sacudones y la mala ventilación. Todo esto, además del incómodo momento de estar rodeado de desconocidos, parados a menos de un metro de distancia, y no mirar a ninguno. De repente, lo temido. La formación se detiene tras un largo chillido de los frenos. No hay estación, pero se detiene.


Estamos varados en medio de ese túnel oscuro, donde lo único que se ve es el aire espeso escapando hacia la superficie. Pasaron sólo dos segundos pero nuestra mente corre rápidamente. ¿Y si no arranca? ¿Tendremos que salir a caminar por esta gruta ferroviaria llena de oscuridad? Yo me quedo. No, mejor no. Porque, por ahí, me ahogo. Es más, ahora mismo creo que ya no puedo respirar. Si hay que salir, salgo. ¿Y si viene otro subte de frente y nos pisa? Porque por más que me corra no hay espacio para caminar sin que te pise. Además, está lleno de cables. No, yo me quedo. Mirá si piso un cable de electricidad y caigo fulminada. No, definitivamente, me quedo.


Los segundos pasan y uno busca alguna señal en los otros pasajeros. Antes, ni los miraba, aún a riesgo de quedarse con tortícolis, se la pasaba uno viendo esas estúpidas publicidades baratas que no convencen a nadie. Pero, ahora, los miramos, nos miramos. Alguno disimula, o intenta ocultar su miedo. Porque todos tenemos miedo. Alguna chica se abanica disfrazando su terror de acaloramiento. Otros hacen de cuenta que no les importa... pero les importa. Tienen tanto miedo como yo... y como todo el resto. Lo veo, en su pestañeo más veloz, en su impaciencia, en su consulta al reloj.


Y el tren no arranca.


Ahora es todo el pasaje el que se transfiguró. Por más que quieran esconderlo, todos sabemos que nadie quiere caminar por las vías. Vaya uno a saber cuántas ratas estarán esperando que el tren no arranque y que tengamos que salir a andar por los durmientes. Cuántas ratas y cuántos murciélagos, porque debe haberlos.


Y el tren no avanza.


Algún obeso señor ya sacó el pañuelo y empezó a secarse la frente. Otro chico sube el walkman tratando de escapar de la disimulada histeria colectiva. Y lo único que escucho es su música. Su lejana música. Tapada por el resoplido de alguno que sí se anima a empezar a mostrar su miedo. Porque todos sabemos que si, en este momento, hay un corte de energía y se apagan las luces, tampoco van a andar los ventiladores. Y nos vamos a quedar sin aire. Sin luz y sin aire.


Todo porque el tren no se mueve.


El hombre de traje negro, sofocado, se afloja la corbata. La doña se seca la transpiración de las manos en un pañuelo diminuto. Ellos, tal vez, también sepan de esa historia que escuché: la del fantasma del hombre degollado en la estación Sáenz Peña que se aparece encima de un gran charco de sangre, en el andén o en las vías del tren. O la historia de la mujer con el vestido de novia, la “dama del subte”, que murió bajo una formación de esta misma línea cuando su novio no acudió al altar. No, gracias, me quedo.


Uhh, pero… si el tren de atrás no nos ve y nos choca. A ver... yo estoy en el segundo vagón... ¿qué tanto me afectaría una posible colisión? Lo admito, ya estoy muy, muy nerviosa.


Noto una leve taquicardia que me está acelerando la respiración. Un frío en el estómago pide, a gritos, calma. Trato de tragar saliva pero ya no me queda. Recuerdo la tercera historia de fantasmas de la línea A y el mito sobre la media estación. No quiero saber qué pasó con esos dos operarios que se aparecen sentados en una estación inexistente entre Pasco y Alberti. Trato de no pensar. No sé que hacer y ya casi no puedo esconder mi palidez. Trato de hablar pero no me sale la voz. Cuando, por suerte, tan de repente como se paró, después de treinta segundos de haberse detenido, el tren empieza a moverse nuevamente.


¡Por fin! Lo único que me faltaba era llegar tarde...