domingo, 19 de diciembre de 2010

LOS PREMIOS OÍDO DE ORO

“Tu eres la reina de los excesos, la boca con más besos y un solo corazón…”, canta mi padre cada vez que ve la apertura de la novela Malparida. No importa que le aclare que la letra original dice “con más besos y menos corazón”. Él tiene registrado el cantito tribunero y no hay caso. Aun cuando argumentemos que todas las personas tenemos un solo corazón y que la letra se refiere, metafóricamente, a otra cosa, él seguirá finalizando el versito cantando “y un solo corazón”. Porque, aunque no tenga ninguna coherencia, a veces, fijamos las letras de las canciones tal como creímos escucharlas por primera vez.

Con los años, ahora, entiendo que tengo a quien salir. Cuando era chica, mi hermano me bautizó como “oído de oro” porque cambiaba las letras de todas las canciones televisivas. Por ejemplo, cantaba, afinadamente -eso sí-, “abuelito dime su…” en lugar de “abuelito dime ”, en la presentación del cómic de Heidi, justito después del Rai barái barái pípu. Pero no era la única, mi primo Romalé repetía el jingle de los cuetes YLH, asegurando: “YLH es el más lindo”, cuando, en realidad, decía “YLH, el petardito”; y mi hermano mismo, Alelá, entonaba “Cepita, manzana costumbre…” en lugar de “la sana costumbre”.

Sin embargo, el Oído de oro de mi infancia se lo debería dar a Juancafré, amigo de mi hermano y ya parte de la familia. No sólo por la dimensión del yerro sino porque, además, es músico. “El tuerto y los ciegos” era la canción. Una bella creación de un joven Charly García quien, según cuenta el mito, al enterarse de que la censura militar le bajaba los temas “Juan Represión” y “Botas locas” del tercer disco de Sui Generis, compuso otros, uno de ellos en solamente 15 minutos. El resultado fue esta bonita página que empezaba diciendo: “Desnuda de frío y hermosa como ayer, tan exacta como dos y dos son tres”. A continuación, Juancafré coreaba: “Esa yegua mía, apenas la pude ver…”. No le gustaba. Para nada. No le encajaba en la poesía del verso anterior, ni en la delicadeza, pero él seguía con la potranca a flor de labios. ¿Cómo? ¿Cuál era la letra original? “Ella llegó a mí, apenas la pude ver, aprendí a disimular mi estupidez”.

El segundo puesto, que vendría a ser el Oído de plata, se lo entrego, en este acto, a Gabisá, también un amigo-hermano y ya integrante de mi familia, también un músico. “Espera un poquitito, lo que te voy a decir”, rugía poniendo su mejor cara de Pappo-Riff, ante los micrófonos y sin vergüenza alguna. La letra original decía “Se da por cumplido, aquello que prometí”, pero, en su reproductor, justifica él hasta el día de hoy, la letra se escuchaba cambiada.

El tercer puesto, el Oído de bronce, sería para mí que, en la canción de Viuda e Hijas “Me dijeron que te diga”, en lugar de cantar: “ya era tarde para todo, yo ya estaba consolada, del otro lado del río”, yo desgañitaba “pero trola, como el río”. Es cierto que las acentuaciones alteradas de las melodías confunden y que, años atrás, no era tan fácil acceder a las letras de todas las canciones como lo es hoy; pero, chicos, hagámonos cargo de los premios.

También, podríamos hacer algunas distinciones, como la que le adjudicamos a Sergibó, quien reparte su vida entre el periodismo, la política y el trencito de la alegría. Él, siendo todavía un niño, bailó al compás de la Zimbabwe reggae band con “Traición a la mexicana”, pero en lugar de pedir: “cantinero, sirva otro tequila que quite mi herida”, él decía: “jardinero, si potro tequila, se quita mi herida”. Lo que no sabemos es si el que cuidaba su jardín venía a caballo, tomaba mucho alcohol o fue el causante de algún tijeretazo inoportuno.

Alemó, otro amigo con el que compartimos el desmedido amor por la música me confesó que, en sus años de pantalón corto, cantaba “mucha mujer” cuando Iván Noble, por ese entonces voz cantante de Los Caballeros de la Quema, entonaba “No chamuyés”. A esa edad, quizás, todo parece mucho.

Lucasdí, en cambio, ya vistiendo los largos, se animaba a cantar sobre las letras de Claudio Gabis y la Pesada. Así, en el tema “Esto se acaba aquí”, justo cuando la lírica original dice: “Estoy harto de mesías, generales y doctores (…) de pentágonos y hexágonos y de francotiradores”. Él también estaba harto, pero en lugar de las figuras de cinco y seis lados, entendía otra cosa: “que me cago en los hexágonos y de francotiradores”. Y no es que tuviera un problema de evacuación geométrica, simplemente no importaba que la poesía no tuviera el más mínimo sentido, porque la letra siempre dice lo que escuchamos la primera vez, y listo.

La creatividad de los chicos
Párrafo aparte, merecen los niños (y, en este caso, título aparte). Si, en pleno acto escolar, uno anda por entre las hileras que forman los alumnos, se podrá divertir con las cosas que cantan los pequeños cuando entonan el Himno Nacional Argentino. Sabemos que, para un infante, puede ser difícil entender el sentido de la frase “Ya su trono dignísimo abrieron”. Pero, me asombra la creatividad de las nuevas generaciones. En lugar de “dignísimo abrieron”, los chicos cantan: “finísimo abrieron” (versión de gente como uno); “lindísimo abrieron” (versión optimista); “vinísimo abrieron” (versión etílica); “su mismo evangelio” (versión misa de domingo); y “vivir sin saliendo” (versión tumbera). Les juro que no miento.

Es más, el hit Aurora, incluso hoy en día, dice, para muchísima gente, “a su lunala”, en lugar de “azul un ala”. Y, discúlpenme por esta última aclaración, no sé si estaré desilusionando a muchos adultos, pero es hora de admitirlo, somos grandes: la palabra “lunala” no existe.

martes, 7 de diciembre de 2010

LA MODA NO INCOMODA

Por El Huber y Cecilá


¿Floggers? ¿Emos? ¿darkies? ¿Hippies? ¿Psicobolches? Seguramente, más de una vez nos hemos echado a reír al cruzarnos con algún flequillo peinado exageradamente hacia el costado o el “make up” mortuorio de algunos adolescentes, maquillaje que acompañan con un par de lentes de contacto blancos o rojos. Sin embargo -seamos sinceros-, cuántas veces hemos seguido, irracionalmente, los dictámenes de la moda, aún cuando esas directivas representaban los más ridículos esfuerzos. Porque, convengamos: ¿qué es la moda? Un disfraz que hoy luce bárbaro pero que, dentro de diez años, nos va a hacer descostillar de risa o morirnos de vergüenza, todo depende del humor de cada uno.

Vaya una anécdota familiar para ilustrar lo que digo: Giseál es mi prima, por eso sé que, desde chica, supo afrontar con admirable entrega los sacrificios que impone la moda. Con cinco años de edad, sabía lo que era el glamour (y sus costos); por eso, en pleno verano, iba a las arenas de Playa Grande enfundada en un lindo y espeso tapadito, cartera en mano y tacos ajenos (y más grandes) en sus pies. Todos, absolutamente todos, la miraban. Y, cuando llegaba el momento, cual Coca Sarli en ciernes, se quitaba el tapado y corría, en malla y siempre elegante, hacia las frías y saladas aguas marplatenses. Más tarde, ya de adolescente, recurrió a las recetas culinarias para despuntar el jopo que la moda imponía: primero se batía esmeradamente el pelo -mechón en mano y peine en otra- y, luego, lo empapaba en huevo, también batido, en lo que sería el antecedente casero de la crema para peinar, así como también el aceite de cocina para mantener los cabellos brillosos y enrulados.(Nota: no me consta que haya utilizado la fílmica receta de Cameron Díaz en “Loco por Mary”).

¿Cuánta gente, voluntariamente, cedió su libertad de criterio, y hasta una parte importante de su comodidad, para caer presa en las garras de semejante tirana? Mucha. Más de lo que muchos quisieran admitir.

De no ser así, explíquenme por qué extraña razón tantas fotos de épocas pasadas desaparecen misteriosamente de los álbumes familiares cuando, en un ataque de nostalgia los revisamos y… ¡¡¡Horror!!! Vemos que quedaron como mudos pero explícitos testigos de las más extrañas cosas que hayamos podido usar o hacer, en aras de Su Soberana Majestad, “La Moda”.

Desde los peinados hasta las botas, pasando por camisas, vestidos, trajes, corbatas y cualquier otro elemento que se les ocurra, todos perseguimos ese objeto específico que nos daría el status social que la moda conlleva en el momento de auge. Eso sí, calendario de por medio, también sentimos la vergüenza y la incredulidad no sólo de haberlo usado sino de haber gastado unos buenos mangos en adquirirlo (¡¡y los que estaríamos dispuestos a pagar para que se borrara cualquier prueba incriminatoria!!).

Sabemos que la tendencia original es atribuir este voluntario esclavismo al género femenino pero, no seamos hipócritas, el fanatismo por las modas trasciende las limitantes de género (y de condición social, cultural, etc.). Bigotes finitos, gruesos mostachos o largas melenas devenidas en patéticos cobertores de incipientes peladas son también ejemplo de esto que digo.

Sin limitarnos a la ropa, hay cantidades de cosas que hicimos, hacemos y haremos para que todo nos quede artificialmente natural (de eso se trata la moda): que el pelo más claro (o más oscuro), que el ansiado cabello enrulado (léase: pocos años más tarde, será alisado), que la barba afeitada al ras (anteriormente conocida como barba hirsuta y enmarañada), y las mayores o menores expresiones vellosas que, como la tala indiscriminada, van dejando antiguos bosques reducidos a cuidados jardines mínimos.

Por estos vaivenes de la moda, y por todo lo que hacemos después del arrepentimiento para borrar las huellas de su paso por nuestro cuerpo, admiro la valentía de aquellos que se tatúan, sin pensar en el cambio que (incluso mañana mismo) podrán tener en los gustos propios o socialmente adquiridos. Imagino largas sesiones de “tormentas de ideas” caseras buscando transformar ese nombre que, tiempo atrás, era la unívoca representación del amor eterno, y que hoy se aleja en brazos de otro/a, en algo que exprese su actual sentimiento (un cráneo aplastado, un zapato pateando un culo… o el teléfono de un buen abogado de divorcios).

Pero, aun cuando no cambie el nombre de la compañera/o de vida, sí cambiarán los cuerpos y, en consecuencia, el ingenuo tatuaje actual podrá mutar a otro monstruoso: de delfín juguetón a ballena asesina, de jilguerito a tucán, de serpiente a hipopótamo, de símbolo chino a réplica de ruinas arqueológicas, o de escudo de club de fútbol a cartel de señal de tránsito. Por ende, repito, admiro a quien desafía el paso del tiempo y sus consecuencias, poniéndole literalmente el cuerpo a la moda.

Al resto, como recurso para evitar futuros dolores de cabeza, nos queda esquivar los flashes ajenos cuando, en medio de un casamiento o cumpleaños, nos quieran robar el alma y eternizar nuestra “moderna” juventud. O bien, admitir, de una vez por todas, que vivimos voluntariamente esclavizados a las ocurrencias de un puñado de tipos que, cada año, cambian el color y el estilo de la ropa que se fabrica para que todos creamos que tenemos que renovar el guardarropa, nuestro peinado o nuestro maquillaje para estar definitivamente “in”. Al menos, asumiendo esto, tal vez podamos tomarnos las imposiciones con más humor o menos obediencia.