martes, 20 de julio de 2010

PALABRAS MÁS, PALABRAS MENOS

Por Cecilia Valenti (actriz y guionista argentina residente en Italia desde 2005) y Cecilá.


Esta reflexión comienza cuando una tarde estando en mi casa de Italia con Chiara, mi hija, que tenía tan sólo 20 meses, la veo acercarse con la palita de jugar en la arena y me dice “mamá, esto: pala”; acto seguido va a su caja de juguetes, agarra una pelota, vuelve, y con cara de desconcertada repite “mamá, esto: pala” (en italiano, pelota se dice, fonéticamente, pala). Yo, un poco sorprendida, un poco confundida, un poco orgullosa por su facilidad para aprender las dos lenguas (española e italiana) al mismo tiempo a su temprana edad, la aplaudí y festejé su progreso, a la vez que empezaba a reflexionar sobre algunas cuestiones léxicas...

Enseguida recordé un episodio, cuando recién arribada a la península itálica, concurrí a una de la primeras clases del curso de recreación y, al mejor estilo de “Profesora de actividades prácticas”, apareció una señora con una bolsa llena de tubitos de papel higiénico y telas de varios colores. Se presentó diciendo, obviamente todo en italiano, “conmigo van a aprender a trabajar con eso que ya no se usa”. Hasta ahí, venía todo bien, hasta que dijo: “hoy, vamos a construir un portapene”. Tratando de aguantar mi carcajada, giré mi cabeza para observar la reacción de las demás participantes y todas parecían muy convencidas de lo que iban a hacer, salvo una en el fondo, una hindú que no habló una palabra en italiano en todo el curso y que, debajo de su velo se hallaba más desconcertada que yo, me le acerqué y le dije: “¿che cosa ha detto? ¿Un porta pene?”,- “io no capito, io sólo ínglish”, me respondió la bangla.

Estuve a punto de traducir portapene en inglés, después de mis 9 años de estudio de dicha lengua, pero desistí; mucho después, comprendí que era un simpático e inofensivo portalápices, con materiales reciclados. De ahí, mi conclusión sobre estas palabras y muchas otras, y me dije: entonces, los tanos escriben con la penna y, cuando la pena es más de una, son los penne; juegan al fútbol pasándose la pala; los domingos se encuentran en la messa con el cura; no sé cómo hacen pero huntan el burro en la tostada y plantan tomates en el orto; después de ir al baño, se limpian con la carta (higiénica) y para señalar el techo invocan a teto (¿Medina?), cuando acaban algo dicen que está ya fato, todo lo que comen es chivo, los nenes hacen nana cuando duermen, y noni, sólo sus abuelos. Si pedís un saco te van a dar muchos, si decís que tenés un filo te alcanzan la aguja, nunca pidan un vaso para tomar agua porque además de ser muy grande le van a tener que sacar primero la planta y, después, la tierra, y si haciéndote el tanito simpático, decís por una de esas, un vasino, sabé que estas pidiendo una pelela.


¿Hablamos el mismo idioma?

Pero, las diferencias lingüísticas no surgen sólo cuando se compara el italiano con el español. Las variaciones y coincidencias idiomáticas que conducen a confusiones, a veces inoportunas, existen también dentro de una misma lengua. Y una de los idiomas que más variaciones registra es la nuestra: ésta sí, que hasta tiene dos nombres, el español, de España, o el castellano, de Castilla. Es que de allí, es el idioma castellano, que se hizo más famoso cuando vino un Quijote que era de la mancha. Más tarde, un tal Hernán, que no era muy cortés, se fue al norte de América. Y, casi al mismo tiempo, para el sur, vinieron Pizarro, de Trujillo, y un tal Pedro, de Mendoza. Y, en un abrir y cerrar de ojos, el español/castellano se volvió el idioma más hablado del mundo. Eso hasta que los chinos, que no paran de incrementarse demográficamente, nos dejaron segunditos.

Pero volvamos al español, al idioma español, utilizado no sólo en España sino también en todos los países de América Latina, salvo Brasil. Bueno, lunfardo mediante, con sus variaciones.

La excesiva ingesta de alcohol, por ejemplo, te deja jalado en Cuba, chapeto en Colombia, cufifo o pico en Chile, tiznado en Centroamérica, jumado en Panamá, yucazo en Bolivia, maiceado en Nicaragua, fututo en Costa Rica y soropete en Honduras. Al otro día, aquí, se siente la resaca, en Venezuela el ratón, en Colombia, el guayabo, en Ecuador, el chuchaqui, en Panamá la goma, y, en México, la cruda.

Y ya que hablamos de México, allí, a diferencia de nosotros -que nos comemos las eses-, tienen abundante entusiasmo por pronunciar las eses. Pero, así como adoran las eses, tienen un problemita con la letra jota: en Andalucía, donde está el cantar jóndo, le ponen jota a todo, en Centroamérica la pronuncian como una hache ahogada: trabáho. Pero, en México, la jota no sólo es jota cuando es jota, sino que es jota cuando es equis. ¿Se marean? A ver: México, con equis, se dice Méjico, con jota, pero se escribe México, con equis. Lo mismo ocurre con otras tantisísimas palabras difíciles que vienen de la lengua de Quetzlcoatl, por ejemplo: oaxaca, con equis, se dice oajáca, con jota. Pero, ojo, no todo es así de fácil: cuando la equis está primera, se dice como ese (ya les hablé del entusiasmo por la ese, ¿no?), o sea que Xochimilco, con equis, se dice Sochimilco, con ese.

Otra letra que se ha colado intensamente en el hablar mexicano es la che: allí los pibes son “chavos”, las cervezas son “chelas”, los gordos son “chonchos”, los ilegales son “chuecos”; las lolas son “chichis”; los vagos son “cholos”; “chambear” es trabajar; y si te quieren pedir coima es porque te están “chiveando”. Ni hablar de la “chingada”, no es una cosa torcida sino... una mujer que cobra dinero por sexo. Y si algo se pone bueno, se pone “chingón”.

En fin, y no termina aquí. No se comen las eses como nosotros, es cierto, pero sí se comen sílabas enteritas: allí al decir “manitos” no nos estamos refiriendo a esa palma blanca donde convergen los deditos sino a los “hermanitos”; así como los “ñeros” son los compañeros. Y si te dicen que están esperando la “burra” no supongas que hablan de una mujer ignorante sino que hablan del autobús, y si te califican como un “forrazo” bárbaro no te ofendas, te están piropeando, porque significa que sos muy atractivo. La ropa también varía: las remeras son “playeras” y las polleras “faldas”. Y, en cuanto a comida, si piden una “tortilla”, les traerán un panqueque, y si piden una torta, les traerán un sándwich, si quieren un bife les darán una “chuleta”, y si les ofrecen una “polla”, no malinterpreten, es una bebida de huevos batidos. Por último, la policía -nunca tan bien puesto un nombre- es la “chota” y el dulce de leche, aunque no lo crean, es el “dulce de cajeta”.


Aclaración de las palabras en juego: penna (lápiz, lapicera), penne (lápices), messa (misa), palla (pelota), burro (manteca), orto (huerto), carta (papel), tetto (techo), fatto (hecho), chibo (comida), nanna (noni), nonni (abuelos), sacco (un montón), filo (hilo), vaso (maceta), vasino (pelela).





miércoles, 7 de julio de 2010

LA EDAD MUNDIAL (o la vida sin edad)

Terminó el mundial. Al menos para Argentina. Todavía escucho los ecos de los analistas, especialistas, periodistas, opinólogos, deportólogos y radiólogos que marchan en procesión a explicar algo que a nadie le importa ya. Y es que en su explicación, pretendidamente racional, dejan a un lado el sentir.

Antes de que comience Sudáfrica 2010, mi amigo Ariyí me dijo que, para él, los mundiales de fútbol eran tan importantes que medía su vida en referencia a ellos. No hablaba en años, sino en mundiales. Por ejemplo, no se había casado a los 24 años sino antes del mundial ’86, sus hijos nacieron entre México e Italia y se separó después de EE.UU. ’94, luego de la forzada despedida de Diego de los mundiales, al menos como jugador. Y lo más atractivo de esta teoría es algo que, para las mujeres, podría ser revelador: en vez de 48 años, cumplirá en octubre 12 mundiales, es decir, la cantidad de campeonatos que han transcurrido desde su nacimiento. Interesante.

Además, antes de todo mundial, Ariyí diagrama, a mano y sobre una hoja en blanco, una especie de agenda con las fechas y horarios de todos los partidos, alrededor de la cual acomoda, literalmente, su vida. Y, a diferencia de lo que muchos pueden pensar, no es algo que se vaya diluyendo con el paso del tiempo: cuanto más viejo, más importancia le da a los mundiales, como si a gritos pidiéramos ver, aunque sea una vez más, campeón a Argentina en un mundial.

Pero esto no es algo excluyente de Ariyí. Los argentinos vivimos los mundiales de fútbol con mucha intensidad y, más hoy en día, gracias a la calidad de las transmisiones por televisión, con el Full HD y el superslow incluidos.


La ilusión del juego

En lo personal, los recuerdos mundiales arrancan en el’78, festejando en el Peugeot 403 de mi viejo recién estrenado (por nosotros, porque era modelo ‘65). En ese mundial, aprendí el himno nacional. No lo aprendí en la escuela por obligación, lo aprendí durante el mundial ’78, por pasión. Y aprendí los nombres de todos los jugadores, y no sólo la formación argentina, me sabía hasta la de Polonia, con Deyna que pateó el penal que atajó Fillol (cosas que uno recuerda cuando tiene el disco rígido casi vacío).

A veces añoro esos días, en los cuales la única preocupación era llegar a tiempo de la escuela para ver al Chavo del ocho, aprender a sacar con efecto en el ping pong o que no me atraparan en el poliládron. Los días en los que, incansablemente, practicaba el juego del elástico usando dos sillas que hacían de “amigas”. Y no porque me faltaran amigas, sino porque cuando me lo proponía, podía ser tan constante en mi “entrenamiento” que pasaba horas y horas saltando sin parar.

Lo mismo me pasó cuando, después de una noche entera de práctica, aprendí a mezclar como los croupiers, entrelazando las dos mitades de un mazo de cartas y luego arqueando ambos extremos, dejando que las cartas se unan en una pintoresca seguidilla sonora.

Eso es, en parte, el desarrollo de un mundial. Un pasaje a nuestra infancia, un recreo en nuestra vida de adulto, un permiso para hacer la travesura de no ir a trabajar, de llegar tarde o de salir antes, un lugar para la diversión, un lugar para darle rienda al sueño de que, si estamos todos juntos, es posible llegar al escalón más alto, aun para un pibe de Villa Fiorito o de Fuerte Apache.

Por eso, hay que vivirlo con la ingenuidad de un niño, con esa pasión, con esa sorpresa y hasta con esa fascinación, como si no tuviéramos edad. Y quienes no puedan o no quieran vivirlo así, bueno, se quedarán afuera de ese bello viaje que, cada cuatro años, vivimos los que sí podemos, los que sí queremos.

Y aunque la ciencia y hasta el deporte mismo no lo avalen, todo - absolutamente todo- lo que hacemos los hinchas, influye en el resultado: cada vez que nos sentamos en el mismo sillón por superstición o cada vez que empilchamos la misma camiseta argentina por cábala, ayudamos a ganar a la selección. Porque para mí, como para todos los que aceptamos ese viaje-juego, es posible ser parte con solamente sentirlo. Por eso, cuando Diego levantó la copa en el ’86, todos la levantamos con él; cuando Canni rió de cara al cielo en el gol contra Brasil, en el ‘90, todos reímos con él; cuando le cortaron las piernas a Maradona en el ’94, nos las cortaron a todos; cuando en el ’98 volvimos a dejar afuera a los ingleses, todos lo hicimos; cuando, en el 2002, Argentina no pasó a la segunda fase, fuimos todos los que nos volvimos; y, en el 2006, cuando Maxi pateó ante México, todos la clavamos en el ángulo.

Y, sí, suena cursi. Pero, mientras los intelectuales ríen y descartan la pasión, nosotros, los cursis, desplegamos nuestra diversión sin límites, y lloramos y reímos, al mismo tiempo. Y, tal como pasó en este Sudáfrica 2010, cuando “el Diego jugador” se revela ante “el Diego DT” y devuelve la pelota al campo con un taco, por un segundo, todos volvemos a ser niños.