lunes, 20 de septiembre de 2010

DE MEMORIA (homenaje a Tato Bores*)

“Reparamos memoria”, decía el aviso. No sé cómo lo divisé entre todos los mails recibidos, los que ofrecen base de datos, los que publicitan las mejores ofertas, los que aseguran noticias verdaderas o los que proponen una elongación peneana. Este decía: “reparamos memoria”. En el instante que nos toma decidir abrirlo o eliminarlo, intenté imaginarme lo que significaría esto de reparar la memoria: ¿podría uno elegir qué recuerdos tener y qué recuerdos no, independientemente de lo vivido? Entonces fue cuando me atrapó el debate que discute sobre qué es lo que más se disfruta en la vida, hacer algo, vivir con el recuerdo de lo hecho o, directamente, contarle a los demás que se hizo algo, aun cuando no se haya hecho.

Para averiguarlo, entonces, largué todo, PC, Outlook y escritorio, manoteé la campera porque todavía hacía algo de frío en el fin del agosto argentino, y salí como rata por tirante buscando respuestas a mis nuevos interrogantes.

Al primero que encontré fue al encargado del edificio donde está mi oficina, Carlosé, y le pregunté: “¿De qué disfruta más la gente, de hacer las cosas, de recordarlas o de contarlas?”: “De contarlas”, me aseguró sin siquiera mirarme y con un profundo conocimiento profesional del tema, mientras, de rodillas, terminaba de encerar la última cerámica del hall principal.

“Después nos vemos”, le dije, saludando, y me subí el cierre de la campera porque el viento, en esa cuadra, es terrible. Empecé a caminar en dirección a Plaza de Mayo. Justo, en ese preciso momento, escuché unos estridentes cuetazos y, alarmada, le pregunté a uno que venía de frente, quien, sin detenerse, me contestó: “Son los canarios…”. “¿Quiénes?” Volví a preguntar pensando en qué tipo de comida podía causar que semejante ruido proviniera de un canario, y uno que venía detrás de mí y que había entendido lo que dijo el que nos cruzó, me repitió: “Son los bancarios que se quejan de los banqueros”.

Ah, claro, los trabajadores “bancarios”, que son los que realizan sus labores en una entidad bancaria viendo pasar infinidad de dinero sabiendo que no es de ellos, se quejan de los señores “banqueros”, dueños del banco y que, también, ven pasar infinidad de dinero pero, a diferencia de los otros, cada tanto se quedan con algo de esa platita, porque creen que sí es de ellos.

Di vuelta la esquina y me di cuenta de que estaba cerca de la oficina de mi amigo LuigiNí, contador excelso de una empresa top, que se pasó cinco años de su vida estudiando una carrera para, luego, hacer que las cuentas siempre le den cero. “Se puede disfrutar haciéndolo, luego recordándolo y, por último, contándolo; pero, en este caso, la suma de factores no altera el producto, se puede contar primero, luego recordar lo que contamos y, finalmente, de tanto decirlo, sentirlo como vívido. Incluso, podría decirte que contarlo es la suma de vivirlo y recordarlo, o bien que contarlo es igual a recordarlo, aun cuando vivirlo sea nulo”.

“¿Ah, esta es la razón por la cual algunos políticos recuerdan cosas que no hicieron y se olvidan de otras que sí hicieron?”, concluí dejando al matemático sacando el logaritmo natural del producto de cinco coma tres por cuatro coma siete elevado a la séptima potencia.

Volví a las calles y, después de esquivar a los bancarios, tomé por Diagonal Norte hacia el obelisco. Allí me encontré con cuatro chicos jóvenes que tenían unos carteles que decían: “Abrazos gratis”. La gente que pasaba por al lado miraba de reojo, sin animarse a detenerse. Yo me detuve. “Hola Cecilá, hace tres horas que estoy acá y sólo dos personas me pidieron abrazos”, me dijo antes de que yo pudiera decir algo. “Yo quiero”, le supliqué. Después de un largo abrazo al rayo del sol, le hice mi pregunta. ¿De qué disfrutas más, del abrazo, del recuerdo o de contarlo en los medios, diciendo que sos de la compañía Acme y que vas a estrenar una nueva obra en la calle Saraza?”. No me contestó, porque, justo detrás de mí, llegaron todos los bancarios que se quejaban de los banqueros para pedir un abrazo gratuito… “nadie nos quiere”, sollozaba una, “nos piden monedas, nos pagan sin cambio, nos ponen mala cara siempre, resoplan cuando vamos al baño… nadie nota que nosotros también necesitamos un abrazo”.

Decidí huir y giré por Corrientes, en búsqueda de más gente que pudiera darme una respuesta, cuando, de golpe, me topé con el diputado Rodobó que salía apurado de una librería con unos libros bajo el brazo. “Señor diputado”, le dije, “No, no, estos libros son míos; yo, cuando entré a la librería, ya los traía conmigo”, se defendió. “No soy del negocio, sólo quiero saber si es posible que la gente cuente un recuerdo aun cuando el hecho en cuestión no haya existido”, lo tranquilicé. “Ah -me dijo aliviado, mientras miraba desconfiado por sobre mi hombro en dirección al comercio– es una buena pregunta, el año que viene vamos a impulsar una ley que prohíba que la gente cuente cosas que no vivió”, me dijo y cruzó la calle apresurado.

Me quedé atónita, casi sin aire, y mientras lo veía alejarse, me interceptó un señor barbudo, canoso y con gafas redondas sobre sus narices: “La memoria es el recuerdo de un pasado vivido o imaginado”, dijo, leyendo un libro, y agregó, “Pierre Nora, filósofo francés”. Bajó la vista nuevamente y continuó la lectura: “La memoria, por naturaleza, es afectiva, emotiva, abierta a todas las transformaciones y, curiosamente, inconsciente de esas sucesivas transformaciones”. En conclusión, volvió a mirarme, “la memoria tiene en sí misma el poder de la verdad, lo que se recuerda, es, y lo que no, no es”. “Y ¿usted quién es?”, consulté, “¿no me recuerda?”, me contestó pícaro. Francamente, no me animé a decir que no y, con una sonrisa cómplice, le dije: “¡Claro que sí, suerte!”.


* Tato Bores fue un artista cómico argentino que se destacó principalmente por su humor político. Condujo programas como Good Show, Tato de América, Tato Diet, Tato que bien se TV, Tato vs. Tato o Tato para Todos (en plena dictadura militar), en los cuales, entre otros, hacía un recordadísimo sketch en el que desgranaba sus monólogos con ironías sobre el mundo de la política. Aquí, un humilde homenaje a modo de pastiche.

viernes, 10 de septiembre de 2010

EL CONTAGIADOR CONTAGIADO

- No sos gordito –le dije a mi amigo– además, si fueras gordito, ¿cuál es? Si, al fin y al cabo, lo estético no es lo importante.
- ¡Hipócrita! –me acusó él– lo decís porque sos flaca, ¿vos saldrías con un gordito?
- Sí, he salido con gorditos – contesté.
- ¡Mentira! Todos los que dicen eso, son funcionales a la sociedad que castiga a los gorditos, sólo por ser gorditos – respondió tajante.
- Bueno, yo lo digo para que sepas qué es lo que piensan los demás de vos y no sufras por algo que no es – intenté.
- No quiero renunciar a lo estético sólo porque no es importante, a mí me haría sentir mejor ser más flaco y punto- concluyó.
No logré el objetivo.

Alguien, alguna vez, elaboró una teoría sobre mí y me dijo que, por un lado, yo podía captar las emociones de la gente que me rodeaba y que, a partir de eso, solía lograr conexión con ellos: para decirlo gráficamente, sufrir cuando alguien cercano sufre y gozar cuando alguien cercano goza. A la vez, y por otro lado, me dijo también, que yo tenía cierta capacidad de poder transmitir y contagiar a los otros con mis propias emociones. Algo que primero emparenté la sugestión del otro. Pero, dado el fracaso del primer diálogo, me propuse analizar la teoría para terminar de desecharla.

Para comprobar este supuesto, que se hamaca entre el egoísmo y la comprensión, apelé al mundo de las respuestas televisivas y consulté el listado del llame-ya, en el cual todos los artefactos son perfectos y a precios regalados, pero no vendían ningún registrador de emociones para comparar lo que yo creía que el otro sentía con lo que marcara el registrador. Por tanto, salté al mundo de las ideas (modernas) que, replicando a Platón, se multiplican infinita y desordenadamente en Internet. Allí, encontré una posible forma de verificar mi propio termostato emocional: el bostezo.

Dicen en la web, que el bostezo es contagioso sí y sólo sí (chequeen el término científico) el contagiado y el contagiador pueden establecer una relación de empatía. De este modo, el contagiado es alcanzado por la necesidad irrefrenable de bostezar a cinco segundos de ver un bostezo ajeno sólo cuando “puede ponerse en la piel del otro”, es decir, en la piel de quien bosteza, todo esto, según el versículo .com del Sagrado Testaferro según San Bill.

Habiendo creído encontrar la verdad de la milanesa en la red de redes, me dispuse, presta, a llevar a cabo un trabajo de campo que me sirviera, por fin, para verificar si yo era buena receptora y/o buena transmisora emocional.

Así fue que, tratando de comprobar si me contagiaba, me pasé dos meses buscando caras con bostezos en el subte, tren y colectivos de Capital y el conurbano bonaerense. No fue nada difícil.

Me topé con bostezos que dejaban ver caries, arreglos de caries, fundas de oro, huecos, un cacho de pizza y un cepillo de dientes olvidado. Bostezos en do, bostezos mudos, bostezos quejosos y bostezos que mueren en fuertes suspiros aguditos. Bostezos que arrugan frentes, bostezos que cierran ojos, bostezos que vuelcan cabezas, bostezos de los que escapan lágrimas, bostezos que babean, bostezos impolutos, bostezos chantas (de los que, a continuación, se hacen los dormidos para no ceder el asiento), bostezos entrecortados, bostezos continuados, bostezos que hacen temblar las manos, lluvia de bostezos.

Siempre me contagié. Por tanto, no es que sea yo una persona que se aburre fácilmente o vive con sueño, sino que logro la famosa empatía, es decir, logro percibir lo que le pasa al otro.

Sin embargo, he de declarar que mi bostezo (contagiado y recontagiado) siempre mantuvo mi propio estilo de bostezo: me contagio, pero bostezo desde mi “yo”, desde mi perspectiva, desde mi forma de sentir el bostezo, desde mi realidad: la interpretación de lo que el otro piensa o siente, siempre se hará desde mi perspectiva, con el error que ello implica. Entonces, quizás el error sea confiar demasiado en lo que uno supone que el otro piensa, un desacierto que parece ir creciendo cada vez más, a la par que disminuye el diálogo cara a cara.

Ustedes dirán que me resta ver si yo puedo contagiar a los demás. Pues eso lo estoy comprobando ahora mismo, mientras ustedes leen la palabra bostezo 44 veces en el presente texto. Si tengo poder de contagio, estarán bostezando. Si no, tampoco logré este objetivo.