jueves, 21 de octubre de 2010

EL TEMPLO DEL AZULEJO

A mediados de los años ochenta y al frente de la banda Viuda e Hijas de Roque Enroll, Mavi Díaz entonaba una canción que todavía recuerdo perfectamente: “Mi mente va a mil cuando estoy en este templo, mi reino es aquí, sudor, mimitos, agua y esfuerzo. Ya no golpeen que no voy a salir”. Hablaba del baño, de “un lugar perfecto”, de “la intimidad del azulejo”. Por aquél entonces, y yo puedo dar fe porque tengo un hermano músico que todavía lo hace, la chica se encerraba en el toilette con su guitarra a componer o a tocar porque allí, como alguna vez aseguró el mismo Paul McCartney, el sonido tiene otra acústica.

Sin embargo, no es la guitarra la única rareza que podría presentarse como alternativa a los tan popularizados libros o revistas como compañía para los menesteres “bañísticos”. Hoy por hoy, una viola es lo menos cool que puede llevarse uno cuando necesita sentarse en el trono.

Hugorró, compañero laboral que suele compartir sus picardías familiares con quienes lo rodean, me contó que, cierto día, se le ocurrió llevar al baño, y dejarlo (ésta es lo más destacable), un video juego de mano: el tetris. De este modo, cuando uno pasara más de un ratito, podría divertirse con el ingenioso aparato acomodando ladrillitos de diferentes tamaño, como buscando inspiración, digamos. Y cuando pensó que tal iniciativa iba a ser centro de burlas en la mesa familiar, nadie dijo nada. Al contrario, a los cuatro días, descubrió que las baterías del juego estaban totalmente agotadas.

Entonces me permití indagar acerca de las cosas que uno lleva al baño para “pasar el rato” y, realmente, me admiré. A los libros, revistas y guitarras, no sólo se le agregó el tetris, también entró en la lista las evaluaciones matemáticas para corregir de Silvivá, los naipes de joseló, el termo y el mate y hasta la comida de Fernagó, la Notebook de casi todos aquellos que tienen una, el teléfono celular, y, atención porque esto sí es extraño, unas piedritas para jugar a la payana. Esto, francamente, me superó: no puedo entender sobré qué o en qué posición puede uno jugar al dinenti estando sentado en el trono, sin hablar siquiera de la puntería que uno pierde en el momento mismo.

Claro que eso, igualmente, está lejos, lejísimo, de la costumbre arraigada en las grandes ciudades del primer mundo. Mi amigo Toshikí me confirmó la tendencia, masiva, a comprar TV de plasma (ocupan menos espacio) e instalarlos en la pared frontal al asiento más frecuentado de la casa. Acá, en cambio, no pasamos de dejar entreabierta la puerta del baño, cuando hay intimidad suficiente, para poder cogotear la tele desde allí (o, al menos, escucharla).

Peor es el caso de quienes entregan partes del baño en manos de sus mascotas: gatos que pretende usar el bidet de bebedero, loros que cantan con sus dueños en plena ducha (del dueño, claro) o, como le pasó a mi amigo Pablozó, que descubrió que uno de sus clientes (no vamos a revelar cuáles son sus servicios) usaba la bañera como cucha para su pastora alemán que, hacía semanas, había parido seis cachorros. Todo esto, en un baño dos por dos y sin ventilación. No puedo imaginar dónde se ducharía el dueño de casa.

En el otro extremo están los pudientes que se llevan el reproductor portátil de DVD, para matizar un baño de inmersión con sales aromatizantes o los más jóvenes que irán con el MP3 a bailar frente al espejo. En cambio, los desprevenidos que no han llevado nada deberán recurrir a todos los productos de perfumería que tienen a mano para encontrar una lectura y poder ocupar la mente con algo. Y aquí radica el centro de mi reflexión: ¿Por qué debemos ocupar la mente con algo? ¿Por qué no podemos, simplemente, “perder” ese rato en no hacer extra más que aquello que nos ha llevado hasta allí?


“El vértigo de la vida moderna -dicen algunos- nos impulsa a seguir a 100 km/h aun cuando podemos aprovechar para despejar la mente”. “Es que ocupando la mente nos olvidamos de lo que estamos haciendo, que no es muy agradable, sobre todo para los que tienen tránsito lento”. “Porque me aburro”. “Porque me ayuda”. “Porque si no hago nada, me da más ansiedad y me cuesta más”. “Porque lo disfruto”.

Tránsito lento, embotellamiento, corte de ruta o calle despejada, no impide que, en la mayoría de los casos, la tabla del trono quede marcada en la baja espalda de quien acude a él. Aunque, claro, vale la pena aclarar que este recurso queda absolutamente vedado a las madres (o abuelas) de niños menores de tres años que están a su exclusivo cuidado: en ese caso, no se sabe cómo, el tránsito lento pasa a ser exceso de velocidad, y nada de puerta cerrada.

jueves, 7 de octubre de 2010

EL OTRO "CINE VERDAD"

Por Leandro Renou y Cecilá

Cunegundo es un jubilado y asiduo asistente al cine. Todos los lunes, a las 16, lentamente, atraviesa el hall principal sin comprar entrada ni pochocho ni bebida, y se dirige derechito al ancho pasillo que une todas las salas donde se proyectan las películas. Los recepcionistas, cuando lo ven venir, miran a un lado y a otro, como distraídos, y se juntan para decirse algo mientras le dan paso, casi ignorándolo. Y él pasa. Entra a una u otra sala, le da igual, porque su pasión va más allá del film que se proyecte, su pasión es el cine mismo.

Cuando empezó a frecuentar las salas, a sus siete años, acá en Argentina, las películas eran mudas, en blanco y negro, emparchadas y reproducían sus imágenes a una velocidad que no tenía relación proporcional con el movimiento real. Él lo sabe. Pero igual lo añora.

En cambio, hoy, el séptimo arte es diferente. Es 3D, con sonido envolvente y con sillones reclinables. Es más verídico, suele admitirlo si uno lo aprieta un poquito, pero también “más de plástico”, dice. “Para muchos, dejó de ser algo especial para volverse una cosa común, y todo lo que es común -argumenta Cunegundo- es intrascendente, como el plástico: parece bueno pero, en definitiva, es berreta y falso”.

A pesar de que no es una novedad, Cunegundo todavía no se acostumbra a que, ahora, en los cines se come, pero no una garrapiñadita antes de entrar o un maní con chocolate en la butaca; hablamos de comer, pero lo que se dice COMER: pizza, empanadas, tacos, panchos y hamburguesas en plena sala y con los aromas que la práctica de masticar conlleva mezclándose al compás del aire acondicionado.

“¿Cómo puede uno comer y mirar la película a la vez?”, se pregunta siempre mientras contempla las caras de las personas iluminadas por la pantalla multicolor, al mismo tiempo que ve caer la mitad de los alimentos al piso. "Es que nadie se da cuenta cuando se le cae algo encima estando a oscuras", se repite, en voz baja, para justificar su paciencia. Luego, al salir, lo de siempre: manchas de aceite en los pantalones, pedacitos de lechuga en camisas y remeras, y hasta algún tupido bigote coloreado con mayonesa de un pancho.

La magia tal vez sea la misma pero la gente no. Antes, la gente se empilchaba y se arreglaba, hasta iba a la peluquería previamente, porque ir al cine era una salida de gala. “Ahora, van en ojotas”, se queja con nostalgia.

Añora aquellos años en los que no le temblaban las manos, en las que veía mejor en penumbras que al salir de la sala y cuando sus oídos detectaban el murmullo perturbador de algún mocoso a metros de distancia. Por eso, se pasea una y otra vez por las salas, mirando atento a todos.

Es que Cunegundo los conoce. Él, como nadie, tiene esa capacidad de identificar, por un lado a los revoltosos, a los irrespetuosos, a los comentaristas y, por el otro a los impacientes, a los intolerantes, a los amantes del cine en silencio. Es por eso que entra a la sala, y bajo la luz todavía tenue, los identifica, y, cálidamente, les sugiere una ubicación distinta si ve que dos personas incompatibles quedan como vecinos de asiento. A veces, también lo admite, peca de metido, es cierto, pero no puede evitarlo. Sobre todo con los que hablan durante la proyección de la película. Sabe que, cuanto más silenciosos son mientras esperan para entrar, más comentadores serán en pleno film: bajo el anonimato de la media luz, descargan toda su artillería de adjetivos, sustantivos, verbos, adverbios, onomatopeyas, conjunciones, interjecciones, carcajadas y ahogos.

También identifica el fenómeno de las parejas que salen por primera o segunda vez. Antes, en sus años mozos, los novios usaban el cine como elegante excusa para encontrar un momento de álgido romanticismo en el film y, copiando a los astros de Hollywood, robarle un beso a la chica, o lo más cercano a un beso. Ahora, los chicos son más rápidos, es cierto, pero igual los nervios aparecen. Se les cae la mitad del pochocho queriendo bajarle el asiento a la damita o intentando pasar por delante de alguien que está cómodamente sentado (tobillo derecho sobre muslo izquierdo).

Con una mirada, puede reconocer a los que se paran en el medio de la película para ir al baño, a los chicos que dan patadas a los respaldos de adelante, a los que pegan chicles bajo los asientos, a los que no apagan los celulares y a los que, incluso, reciben llamadas, a los que se duermen y roncan y a los que leen los subtítulos en voz alta.

Sabe de memoria los escalones y los baja como una primera vedette, sin mirar hacia abajo y atento a todos los asistentes. Y, cuando la sala se vacía, ve (aunque no toca) todo lo que se cayó al piso: restos de comida, paquetes de golosinas vacíos, lentes, pañuelos de papel usado, paraguas y hasta celulares y billeteras. Entonces, extrae de sus ropas un perfume ambiental en spray (no en aerosol) y fumiga los cuatro rincones.

Luego sale, avisa a los chicos de uniforme sobre las cosas olvidadas y busca otra sala. Entra y repite la coreografía. Los recepcionistas apenas lo miran, tal vez ni sepan que 45 años de su vida los pasó siendo acomodador de un cine de Ramos Mejía. Quizás tampoco sepan que presenció más 30 mil proyecciones de diferentes películas o que aún lleva su linterna de bolsillo encima. Y tampoco se imaginan que la gente, antes, lo saludaba cálidamente al llegar y al irse. Por eso, seguramente, no entienden por qué prefiere recorrer sigilosamente los pasillos de la sala en lugar de sentarse y, por fin, ver la peli como uno más.