A mediados de los años ochenta y al frente de la banda Viuda e Hijas de Roque Enroll, Mavi Díaz entonaba una canción que todavía recuerdo perfectamente: “Mi mente va a mil cuando estoy en este templo, mi reino es aquí, sudor, mimitos, agua y esfuerzo. Ya no golpeen que no voy a salir”. Hablaba del baño, de “un lugar perfecto”, de “la intimidad del azulejo”. Por aquél entonces, y yo puedo dar fe porque tengo un hermano músico que todavía lo hace, la chica se encerraba en el toilette con su guitarra a componer o a tocar porque allí, como alguna vez aseguró el mismo Paul McCartney, el sonido tiene otra acústica.
Sin embargo, no es la guitarra la única rareza que podría presentarse como alternativa a los tan popularizados libros o revistas como compañía para los menesteres “bañísticos”. Hoy por hoy, una viola es lo menos cool que puede llevarse uno cuando necesita sentarse en el trono.
Hugorró, compañero laboral que suele compartir sus picardías familiares con quienes lo rodean, me contó que, cierto día, se le ocurrió llevar al baño, y dejarlo (ésta es lo más destacable), un video juego de mano: el tetris. De este modo, cuando uno pasara más de un ratito, podría divertirse con el ingenioso aparato acomodando ladrillitos de diferentes tamaño, como buscando inspiración, digamos. Y cuando pensó que tal iniciativa iba a ser centro de burlas en la mesa familiar, nadie dijo nada. Al contrario, a los cuatro días, descubrió que las baterías del juego estaban totalmente agotadas.
Entonces me permití indagar acerca de las cosas que uno lleva al baño para “pasar el rato” y, realmente, me admiré. A los libros, revistas y guitarras, no sólo se le agregó el tetris, también entró en la lista las evaluaciones matemáticas para corregir de Silvivá, los naipes de joseló, el termo y el mate y hasta la comida de Fernagó,
Claro que eso, igualmente, está lejos, lejísimo, de la costumbre arraigada en las grandes ciudades del primer mundo. Mi amigo Toshikí me confirmó la tendencia, masiva, a comprar TV de plasma (ocupan menos espacio) e instalarlos en la pared frontal al asiento más frecuentado de la casa. Acá, en cambio, no pasamos de dejar entreabierta la puerta del baño, cuando hay intimidad suficiente, para poder cogotear la tele desde allí (o, al menos, escucharla).
Peor es el caso de quienes entregan partes del baño en manos de sus mascotas: gatos que pretende usar el bidet de bebedero, loros que cantan con sus dueños en plena ducha (del dueño, claro) o, como le pasó a mi amigo Pablozó, que descubrió que uno de sus clientes (no vamos a revelar cuáles son sus servicios) usaba la bañera como cucha para su pastora alemán que, hacía semanas, había parido seis cachorros. Todo esto, en un baño dos por dos y sin ventilación. No puedo imaginar dónde se ducharía el dueño de casa.
En el otro extremo están los pudientes que se llevan el reproductor portátil de DVD, para matizar un baño de inmersión con sales aromatizantes o los más jóvenes que irán con el MP3 a bailar frente al espejo. En cambio, los desprevenidos que no han llevado nada deberán recurrir a todos los productos de perfumería que tienen a mano para encontrar una lectura y poder ocupar la mente con algo. Y aquí radica el centro de mi reflexión: ¿Por qué debemos ocupar la mente con algo? ¿Por qué no podemos, simplemente, “perder” ese rato en no hacer extra más que aquello que nos ha llevado hasta allí?
“El vértigo de la vida moderna -dicen algunos- nos impulsa a seguir a
Tránsito lento, embotellamiento, corte de ruta o calle despejada, no impide que, en la mayoría de los casos, la tabla del trono quede marcada en la baja espalda de quien acude a él. Aunque, claro, vale la pena aclarar que este recurso queda absolutamente vedado a las madres (o abuelas) de niños menores de tres años que están a su exclusivo cuidado: en ese caso, no se sabe cómo, el tránsito lento pasa a ser exceso de velocidad, y nada de puerta cerrada.