miércoles, 21 de diciembre de 2011

VAMOS A LA PLAYA

Era el pleno enero de hace un par de años. El recambio de quincena había caído incómodo… o, mejor dicho, demasiado cómodo para todos. Aquél domingo los veraneantes desfilaban por el asfalto de las rutas más que nunca. En este marco, Hugoró se animó a atravesar los 360 kilómetros que separan a la ciudad capital del país de Mar del Tuyú, una cálida, familiar y acogedora ciudad balnearia de la costa atlántica argentina.

Después de ocho horas de viaje, sin aire acondicionado dentro del auto, Hugoró llegó, junto a su mujer, a la puerta exacta del departamento que habían alquilado desde Buenos Aires. Estaba cansado, sí; pero lo mantenía en pie la ilusión de llegar, tirar los bolsos a un costado y salir corriendo para la playa, a una sola cuadra del reducto alquilado. Por eso, no le pesaban las valijas, el bolso de mano, la colorida sombrilla atravesada sobre la espalda y las sillas de madera para la instalar sobre la arena.

Hizo sólo dos viajes, es cierto, pero eran dos pisos por escalera. Al llegar por primera vez, todo parecía normal. La puerta del departamento abrió sin problemas, el lugar tenía ventanas, cama, cocina, baño… Hugoró apiló las primeras cosas sobre un costado y, dejando a su mujer arriba, fue en búsqueda de la segunda tanda. Diez minutos, calculó él, habrá demorado en volver con la heladerita portátil, la valija con los toallones y las sábanas y el juego del tejo de madera, atado con una soguita a una manija a la que se le había adosado un trapo para que no lastimara.

Al entrar, pensaba, empezarían, por fin, sus vacaciones. Al subir los últimos escalones, incluso, imaginaba a su mujer ya lista y con el traje de baño puesto, como para salir de raje al mar. Pero no. Ella estaba lista pero para limpiar: “Esto es una mugre, vamos a limpiar todo porque yo, así, no me quedo”. “Pero, vamos a la playa y después limpiamos”, dijo con poca ilusión de que su propuesta fuera aceptada. “No –dijo ella- vamos al supermercado a comprar todo para limpiar”.

Al llegar, dividió todo y guardó en la heladera todo lo comestible, junto con las cervezas y el agua, para que estuvieran bien frías.

Dos horas les llevó limpiar todo. Es que, de a dos, todo es más fácil. Hasta dejaron listas las camas y todo preparado para el baño posterior al día de playa y sol.
 A Hugoró seguía manteniéndolo en pie la idea de estar sentado con la sillita de madera frente al mar, manoteando un sándwich y escuchando las olas romper sobre la arena espesa. “¿Vamos a la playa?”, instó como un niño a su mujer. “Bueno, listo, vamos”, respondió ella.

El brazo derecho, que había frotado pisos y ventanas a la velocidad de la luz, justamente, para tratar de llegar al mar antes de que se vaya el día, le rogó conexión con su cuerpo. Se concentró y así juntó pan, fiambre, agua mineral y metió todo en la heladerita portátil, junto con todo el hielo que encontró en el congelador.

Así, con las sillas en una mano, la sombrilla en la espalda y la heladerita en la otra mano, cruzó la calle y empezó a deleitarse con la arena que todavía quemaba los pies. “Esto quería, este sufrimiento y no el otro”, se dijo alegre.

Buscó un lugar estratégico, tratando de no pisar a nadie y plantó la sombrilla. Todo un trabajo de gran exigencia física e intelectual a esa hora del día. Viendo cómo se evitaba el sol y el viento, y, fundamentalmente, sin pisar a ninguno de los veraneantes ya instalados. Tras colocar la sombrilla exitosamente y ubicar las sillas, se sentó al lado de su mujer y respiró profundo. Sólo faltaba refrescarse un poco para estar en el paraíso. Estiró su brazo, casi a ciegas, y manoteó una de las dos botellas. Y, en una sola maniobra, sacó la tapa negra y se clavó un buen trago de… ¡alcohol fino! Sí, parece que las botellitas no eran de agua mineral sino de alcohol fino. Eso sí, el trago estaba bien frío.
Tras ocho horas al sol, Hugoró imaginaba otro comienzo. Sin embargo, el supermercado tenía aire acondicionado así que, al entrar, no maldijo su suerte y se relajó: lavandina, detergente, unas papas fritas, limpiavidrios, un poco de pan y un poco de fiambre, desengrasante para la cocina, unas cervecitas, limpiador para el baño, esponjita cuadriculada, un salamín picado grueso, desinfectante en aerosol, rollo de papel de cocina, un poco de queso gruyere, una franela y un trapo rejilla… “ah, y un par de botellitas de agua mineral para llevar a la playa, después de limpiar, claro, acá están”, se acordó antes de cerrar la compra.

domingo, 11 de diciembre de 2011

EL PERSEGUIDOR DE HORMIGAS

En todos los barrios hay algún personaje que se destaca por sobre el resto. Puede ser hombre o mujer, viejo o joven, flaco o gordo… no importa. Porque no es eso lo que lo vuelve particular. Pero sin lugar a dudas, el Perseguidor de hormigas de Castelar, es un hombre que se destaca entre los destacados y, como si fuera El flautista de Hamelín, recorre las calles con un único objetivo: deshacerse de las hormigas que encuentra en su camino.

Para empezar, debo admitir que tengo algo de nómade. No mucho, sólo algo. A lo largo de mi vida, he vivido en cuatro casas. Cuatro casas en cuatro barrios distintos. Todos en Ramos Mejía, eso sí. Mi primera casa fue entre Rincón y la vía, literalmente. En la esquina de las calles Rincón y Caupolicán, al borde del asfalto y con las vías del ferrocarril tras el alambrado del fondo. Linda casa, lindos recuerdos. El personaje de allí fue Verónica, una alemana muy curiosa que pasaba horas mirando hacia la calle y, según dicen, llevaba un control por escrito de los que pasaban y cómo iban vestidos.

Luego, nos mudamos a la calle Malabia, a cuatro cuadras de la casa anterior. Esta vez, quedamos a 50 metros de la vía. Linda casa, lindos recuerdos. Enfrente, otra vez, vivía la mujer que lavaba la calle. Sí, la calle. No sólo la vereda, también lavaba la calle. Hasta la mitad, elegía su porción delicadamente y se cuidaba de no pasarse de la frontera demarcada por la brea que dividía en dos la calle. Lo más gracioso es que se enojaba cuando pasaban los coches por “su” calle.

La casa de la avenida Pedro B. Palacios fue mi tercer hogar, ya más lejos de las vías. Linda casa, lindos recuerdos. Allí, tenía una vecina que gustaba de las horas nocturnas para lavar la vereda, pasear a la perra y enojarse con cualquiera que pase por al lado de ella. La mujer, todavía, acusa al panadero de al lado de robarle el agua, pero seriamente: hizo una denuncia en la Comisaría y todo.

Por último, acá en Emilio Mitre, tengo a un vecino que, en horas de la madrugada, sale a limpiar las veredas de todas las casas de su manzana y, si termina rápido, sigue con otras. A las tres de la madrugada, él ya está embolsando basura ajena.

Pero no son mis vecinos los protagonistas de estas líneas sino alguien que ha logrado trascender al barrio y transformar su historia en leyenda, aun cuando es absolutamente real. Se trata del Perseguidor de hormigas de Castelar, un hombre que, durante la noche, se levanta, se viste y recorre las calles de su barrio en busca de hormigas.

No tiene flauta mágica, como el personaje del cuento de Hamelín, ni tampoco viste ropas coloridas. Simplemente, sale a la noche con la vista fija en el suelo, tratando de detectar a la especie más temida en la frondosa zona de Castelar en la que vive: las hormigas. Los que tuvieron la experiencia de cruzarse con él, que han sido muchos, juran que haberlo visto no ha sido a causa de su alta graduación de alcohol en sangre. En increíble coincidencia, lo describen como flaco, alto, algo desgarbado, siempre encogido hacia abajo, y con los ojos atentos al suelo.

“Buenos días”, le dijo Gabiguí, una noche en la que ya era de día, de regreso a su casa. Y él la miró, sólo la miró. Por un instante interrumpió su metódico trabajo y estampó sus ojos en los de ella, pero no respondió ni una palabra. Volvió a hincarse sobre el piso y aplastó su dedo por enésima vez en la noche.

Cuentan, también, que busca la hilera de hormigas marchando por el asfalto o las calles de tierra y, una vez detectada, presiona su dedo índice derecho contra el suelo, justo donde la hormiguita camina. No le teme a la revancha colectiva, peor aún, se muestra frío ante cada asesinato.

Y, aunque cualquier analista dirá que le gusta sentir la muerte en sus manos (literalmente, en su dedo), el Perseguidor no parece tener ese perfil. Los lugareños dicen que no lo hace por dinero, como el famoso flautista, sino que lo hace por protección. Y que usa su dedo porque le gusta llevar la cuenta de su hormiguicidio. Otros, en cambio, hablan de que intenta borrar de su dedo índice la memoria de haber tocado a la mujer de su vida, hoy lejos de él. Así, dicen, el Perseguidor intenta desterrar de sus manos el olor que ella dejó sobre él, amontonando sobre su dedo el olor a muerte.

sábado, 10 de diciembre de 2011

¿A QUÉ PISO VA?

Es una paradoja. El viaje más corto de todos es el que nos resulta extremadamente largo. Hasta su espera, también corta, nos resulta interminable. Tal vez, la raíz de su explicación debe estar en la incomodidad de este viaje. Y quizás, también, en su innaturalidad: por más que nos expliquen con fundamentos absolutamente racionales, nuestra conciencia, en el fondo, nunca terminará de comprender cómo esa maraña de fierros sube y baja con sólo apretar un botón.

Es, claro, el viaje en ascensor. Ascensor o elevador. En realidad, el mal llamado ascensor, porque asciende, sí, pero también desciende y no, por eso, le decimos descensor.

Ya, desde el vamos, es difícil entender cómo una cosa tan pesada pueda subir y bajar sin caerse. Ahora, encima que se abran las puertas automáticamente, que se cierren, que uno marque el piso, que otros marquen otro y que vaya a todos, que nos diga “buen día, primer piso”, que sea todo cerrado y que uno no se asfixie... Cómo hace esa cosa para entender todo, para hablar, para acordarse dónde detenerse y para no pararse en el medio: es una gran incógnita.

Por extensión, tampoco sabríamos qué hacer en el caso de que se rompa, por ejemplo. Lo cual genera una paranoia tal en la gente que, por más que uno esté dentro del ascensor unos pocos segundos, será suficiente para que sintamos que los segundos transcurren al paso de las horas.

Además, es claro que, en un ascensor, nunca entra la cantidad de personas que el cartelito dice admitir. “Máximo 4 personas”, ¡si no entran ni dos! Es tan pequeño el espacio que uno debe colocarse a una distancia menor que la soportada en cualquier otra situación. Uno no se pone tan cerca para hablar, para comer; es más, hoy en día, ni para bailar se pone uno tan cerca del otro.

Sin embargo, allí está, señora o señor, a centímetros de su acompañante, oliendo sus olores, respirando su aire, mirando para cualquier lado con tal de evitar verse a la cara. Así, los señores se ven forzados a mirar las voluptuosidades de su vecina y las doñas –a quienes se les ha enseñado no mirar a los hombres a los ojos- se ven obligadas a mirar el piso, a riesgo de fijar su vista por ahí... por ahí abajo.

Claro que, para aquellos que sí se animan a mirarse a los ojos, el destino puede depararles vivencias extremas. Por ejemplo, he conocido parejas que se han enamorado en un viaje de dos pisos. Y con el ascensor funcionando correctamente.

El tema es que uno no se arropa como para que la gente los mire a centímetros, sino a metros. Entonces, en un ascensor se hacen más evidentes los escotes y, las transparencias y los abultamientos, así como las arrugas, las cicatrices y la falta de abultamiento.

Entonces, ¿qué debemos hacer?

Si uno pudiese elegir ¿qué es mejor: viajar solo o acompañado? Viajar solo nos garantiza intimidad para mirarnos al espejo, limpiarnos los dientes, acomodarse la ropa y otros menesteres menos púdicos. ¿Pero si se para? El ascensor, digo... Si detiene su ascenso (o descenso) en medio de la nada. ¿Si se abren las puertas y lo único que uno ve es pared sin revocar? Y, peor aún, ¿qué hacer si esa cosa herméticamente cerrada se detiene pero no abre las puertas?

Creo que es preferible estar acompañado. Definitivamente. Si bien “mal de muchos consuelo de tontos”, “juntos somos más”: y gritamos más fuerte y golpeamos más fuerte las puertas. Lo mejor (o lo peor, depende sea el caso del acompañante), es que podremos transcurrir las horas de encierro de manera mucho más amena. Como los presos, contarnos historias, hablar de la vida, filosofar, intercambiar figuritas y jugar al chupi, al piedra papel y tijera y, también, al yapeyú, si fueran tres los encerrados.

Aunque, tal vez, lo mejor sería, como decía Jorge Luis Borges, dejar el elevador de lado y usar “la escalera que está perfectamente inventada”.