miércoles, 21 de diciembre de 2011

VAMOS A LA PLAYA

Era el pleno enero de hace un par de años. El recambio de quincena había caído incómodo… o, mejor dicho, demasiado cómodo para todos. Aquél domingo los veraneantes desfilaban por el asfalto de las rutas más que nunca. En este marco, Hugoró se animó a atravesar los 360 kilómetros que separan a la ciudad capital del país de Mar del Tuyú, una cálida, familiar y acogedora ciudad balnearia de la costa atlántica argentina.

Después de ocho horas de viaje, sin aire acondicionado dentro del auto, Hugoró llegó, junto a su mujer, a la puerta exacta del departamento que habían alquilado desde Buenos Aires. Estaba cansado, sí; pero lo mantenía en pie la ilusión de llegar, tirar los bolsos a un costado y salir corriendo para la playa, a una sola cuadra del reducto alquilado. Por eso, no le pesaban las valijas, el bolso de mano, la colorida sombrilla atravesada sobre la espalda y las sillas de madera para la instalar sobre la arena.

Hizo sólo dos viajes, es cierto, pero eran dos pisos por escalera. Al llegar por primera vez, todo parecía normal. La puerta del departamento abrió sin problemas, el lugar tenía ventanas, cama, cocina, baño… Hugoró apiló las primeras cosas sobre un costado y, dejando a su mujer arriba, fue en búsqueda de la segunda tanda. Diez minutos, calculó él, habrá demorado en volver con la heladerita portátil, la valija con los toallones y las sábanas y el juego del tejo de madera, atado con una soguita a una manija a la que se le había adosado un trapo para que no lastimara.

Al entrar, pensaba, empezarían, por fin, sus vacaciones. Al subir los últimos escalones, incluso, imaginaba a su mujer ya lista y con el traje de baño puesto, como para salir de raje al mar. Pero no. Ella estaba lista pero para limpiar: “Esto es una mugre, vamos a limpiar todo porque yo, así, no me quedo”. “Pero, vamos a la playa y después limpiamos”, dijo con poca ilusión de que su propuesta fuera aceptada. “No –dijo ella- vamos al supermercado a comprar todo para limpiar”.

Al llegar, dividió todo y guardó en la heladera todo lo comestible, junto con las cervezas y el agua, para que estuvieran bien frías.

Dos horas les llevó limpiar todo. Es que, de a dos, todo es más fácil. Hasta dejaron listas las camas y todo preparado para el baño posterior al día de playa y sol.
 A Hugoró seguía manteniéndolo en pie la idea de estar sentado con la sillita de madera frente al mar, manoteando un sándwich y escuchando las olas romper sobre la arena espesa. “¿Vamos a la playa?”, instó como un niño a su mujer. “Bueno, listo, vamos”, respondió ella.

El brazo derecho, que había frotado pisos y ventanas a la velocidad de la luz, justamente, para tratar de llegar al mar antes de que se vaya el día, le rogó conexión con su cuerpo. Se concentró y así juntó pan, fiambre, agua mineral y metió todo en la heladerita portátil, junto con todo el hielo que encontró en el congelador.

Así, con las sillas en una mano, la sombrilla en la espalda y la heladerita en la otra mano, cruzó la calle y empezó a deleitarse con la arena que todavía quemaba los pies. “Esto quería, este sufrimiento y no el otro”, se dijo alegre.

Buscó un lugar estratégico, tratando de no pisar a nadie y plantó la sombrilla. Todo un trabajo de gran exigencia física e intelectual a esa hora del día. Viendo cómo se evitaba el sol y el viento, y, fundamentalmente, sin pisar a ninguno de los veraneantes ya instalados. Tras colocar la sombrilla exitosamente y ubicar las sillas, se sentó al lado de su mujer y respiró profundo. Sólo faltaba refrescarse un poco para estar en el paraíso. Estiró su brazo, casi a ciegas, y manoteó una de las dos botellas. Y, en una sola maniobra, sacó la tapa negra y se clavó un buen trago de… ¡alcohol fino! Sí, parece que las botellitas no eran de agua mineral sino de alcohol fino. Eso sí, el trago estaba bien frío.
Tras ocho horas al sol, Hugoró imaginaba otro comienzo. Sin embargo, el supermercado tenía aire acondicionado así que, al entrar, no maldijo su suerte y se relajó: lavandina, detergente, unas papas fritas, limpiavidrios, un poco de pan y un poco de fiambre, desengrasante para la cocina, unas cervecitas, limpiador para el baño, esponjita cuadriculada, un salamín picado grueso, desinfectante en aerosol, rollo de papel de cocina, un poco de queso gruyere, una franela y un trapo rejilla… “ah, y un par de botellitas de agua mineral para llevar a la playa, después de limpiar, claro, acá están”, se acordó antes de cerrar la compra.

domingo, 11 de diciembre de 2011

EL PERSEGUIDOR DE HORMIGAS

En todos los barrios hay algún personaje que se destaca por sobre el resto. Puede ser hombre o mujer, viejo o joven, flaco o gordo… no importa. Porque no es eso lo que lo vuelve particular. Pero sin lugar a dudas, el Perseguidor de hormigas de Castelar, es un hombre que se destaca entre los destacados y, como si fuera El flautista de Hamelín, recorre las calles con un único objetivo: deshacerse de las hormigas que encuentra en su camino.

Para empezar, debo admitir que tengo algo de nómade. No mucho, sólo algo. A lo largo de mi vida, he vivido en cuatro casas. Cuatro casas en cuatro barrios distintos. Todos en Ramos Mejía, eso sí. Mi primera casa fue entre Rincón y la vía, literalmente. En la esquina de las calles Rincón y Caupolicán, al borde del asfalto y con las vías del ferrocarril tras el alambrado del fondo. Linda casa, lindos recuerdos. El personaje de allí fue Verónica, una alemana muy curiosa que pasaba horas mirando hacia la calle y, según dicen, llevaba un control por escrito de los que pasaban y cómo iban vestidos.

Luego, nos mudamos a la calle Malabia, a cuatro cuadras de la casa anterior. Esta vez, quedamos a 50 metros de la vía. Linda casa, lindos recuerdos. Enfrente, otra vez, vivía la mujer que lavaba la calle. Sí, la calle. No sólo la vereda, también lavaba la calle. Hasta la mitad, elegía su porción delicadamente y se cuidaba de no pasarse de la frontera demarcada por la brea que dividía en dos la calle. Lo más gracioso es que se enojaba cuando pasaban los coches por “su” calle.

La casa de la avenida Pedro B. Palacios fue mi tercer hogar, ya más lejos de las vías. Linda casa, lindos recuerdos. Allí, tenía una vecina que gustaba de las horas nocturnas para lavar la vereda, pasear a la perra y enojarse con cualquiera que pase por al lado de ella. La mujer, todavía, acusa al panadero de al lado de robarle el agua, pero seriamente: hizo una denuncia en la Comisaría y todo.

Por último, acá en Emilio Mitre, tengo a un vecino que, en horas de la madrugada, sale a limpiar las veredas de todas las casas de su manzana y, si termina rápido, sigue con otras. A las tres de la madrugada, él ya está embolsando basura ajena.

Pero no son mis vecinos los protagonistas de estas líneas sino alguien que ha logrado trascender al barrio y transformar su historia en leyenda, aun cuando es absolutamente real. Se trata del Perseguidor de hormigas de Castelar, un hombre que, durante la noche, se levanta, se viste y recorre las calles de su barrio en busca de hormigas.

No tiene flauta mágica, como el personaje del cuento de Hamelín, ni tampoco viste ropas coloridas. Simplemente, sale a la noche con la vista fija en el suelo, tratando de detectar a la especie más temida en la frondosa zona de Castelar en la que vive: las hormigas. Los que tuvieron la experiencia de cruzarse con él, que han sido muchos, juran que haberlo visto no ha sido a causa de su alta graduación de alcohol en sangre. En increíble coincidencia, lo describen como flaco, alto, algo desgarbado, siempre encogido hacia abajo, y con los ojos atentos al suelo.

“Buenos días”, le dijo Gabiguí, una noche en la que ya era de día, de regreso a su casa. Y él la miró, sólo la miró. Por un instante interrumpió su metódico trabajo y estampó sus ojos en los de ella, pero no respondió ni una palabra. Volvió a hincarse sobre el piso y aplastó su dedo por enésima vez en la noche.

Cuentan, también, que busca la hilera de hormigas marchando por el asfalto o las calles de tierra y, una vez detectada, presiona su dedo índice derecho contra el suelo, justo donde la hormiguita camina. No le teme a la revancha colectiva, peor aún, se muestra frío ante cada asesinato.

Y, aunque cualquier analista dirá que le gusta sentir la muerte en sus manos (literalmente, en su dedo), el Perseguidor no parece tener ese perfil. Los lugareños dicen que no lo hace por dinero, como el famoso flautista, sino que lo hace por protección. Y que usa su dedo porque le gusta llevar la cuenta de su hormiguicidio. Otros, en cambio, hablan de que intenta borrar de su dedo índice la memoria de haber tocado a la mujer de su vida, hoy lejos de él. Así, dicen, el Perseguidor intenta desterrar de sus manos el olor que ella dejó sobre él, amontonando sobre su dedo el olor a muerte.

sábado, 10 de diciembre de 2011

¿A QUÉ PISO VA?

Es una paradoja. El viaje más corto de todos es el que nos resulta extremadamente largo. Hasta su espera, también corta, nos resulta interminable. Tal vez, la raíz de su explicación debe estar en la incomodidad de este viaje. Y quizás, también, en su innaturalidad: por más que nos expliquen con fundamentos absolutamente racionales, nuestra conciencia, en el fondo, nunca terminará de comprender cómo esa maraña de fierros sube y baja con sólo apretar un botón.

Es, claro, el viaje en ascensor. Ascensor o elevador. En realidad, el mal llamado ascensor, porque asciende, sí, pero también desciende y no, por eso, le decimos descensor.

Ya, desde el vamos, es difícil entender cómo una cosa tan pesada pueda subir y bajar sin caerse. Ahora, encima que se abran las puertas automáticamente, que se cierren, que uno marque el piso, que otros marquen otro y que vaya a todos, que nos diga “buen día, primer piso”, que sea todo cerrado y que uno no se asfixie... Cómo hace esa cosa para entender todo, para hablar, para acordarse dónde detenerse y para no pararse en el medio: es una gran incógnita.

Por extensión, tampoco sabríamos qué hacer en el caso de que se rompa, por ejemplo. Lo cual genera una paranoia tal en la gente que, por más que uno esté dentro del ascensor unos pocos segundos, será suficiente para que sintamos que los segundos transcurren al paso de las horas.

Además, es claro que, en un ascensor, nunca entra la cantidad de personas que el cartelito dice admitir. “Máximo 4 personas”, ¡si no entran ni dos! Es tan pequeño el espacio que uno debe colocarse a una distancia menor que la soportada en cualquier otra situación. Uno no se pone tan cerca para hablar, para comer; es más, hoy en día, ni para bailar se pone uno tan cerca del otro.

Sin embargo, allí está, señora o señor, a centímetros de su acompañante, oliendo sus olores, respirando su aire, mirando para cualquier lado con tal de evitar verse a la cara. Así, los señores se ven forzados a mirar las voluptuosidades de su vecina y las doñas –a quienes se les ha enseñado no mirar a los hombres a los ojos- se ven obligadas a mirar el piso, a riesgo de fijar su vista por ahí... por ahí abajo.

Claro que, para aquellos que sí se animan a mirarse a los ojos, el destino puede depararles vivencias extremas. Por ejemplo, he conocido parejas que se han enamorado en un viaje de dos pisos. Y con el ascensor funcionando correctamente.

El tema es que uno no se arropa como para que la gente los mire a centímetros, sino a metros. Entonces, en un ascensor se hacen más evidentes los escotes y, las transparencias y los abultamientos, así como las arrugas, las cicatrices y la falta de abultamiento.

Entonces, ¿qué debemos hacer?

Si uno pudiese elegir ¿qué es mejor: viajar solo o acompañado? Viajar solo nos garantiza intimidad para mirarnos al espejo, limpiarnos los dientes, acomodarse la ropa y otros menesteres menos púdicos. ¿Pero si se para? El ascensor, digo... Si detiene su ascenso (o descenso) en medio de la nada. ¿Si se abren las puertas y lo único que uno ve es pared sin revocar? Y, peor aún, ¿qué hacer si esa cosa herméticamente cerrada se detiene pero no abre las puertas?

Creo que es preferible estar acompañado. Definitivamente. Si bien “mal de muchos consuelo de tontos”, “juntos somos más”: y gritamos más fuerte y golpeamos más fuerte las puertas. Lo mejor (o lo peor, depende sea el caso del acompañante), es que podremos transcurrir las horas de encierro de manera mucho más amena. Como los presos, contarnos historias, hablar de la vida, filosofar, intercambiar figuritas y jugar al chupi, al piedra papel y tijera y, también, al yapeyú, si fueran tres los encerrados.

Aunque, tal vez, lo mejor sería, como decía Jorge Luis Borges, dejar el elevador de lado y usar “la escalera que está perfectamente inventada”. 

martes, 11 de octubre de 2011

EL OLOR DE LAS "FOTOS MOMENTO"

Sí, me compré una nueva cámara de fotos. Quienes me conocen (o han leído mi resumida biografía en este mismo blog) saben que, en otra vida de esta misma vida, fui fotógrafa. Amateur, como la mayoría de las ocupaciones que tuve en las otras vidas de esta misma vida, pero, indudablemente, apasionada. No sé bien qué es lo que más me gusta al momento de fotografiar porque disfruto al mirar a través de la cámara, al elegir el momento que voy a inmortalizar y también al verlo después, pero no lleno mi casa de portarretratos ni me paso el día mirando fotos.

Es que yo creo que la foto es algo que nos emociona más si está mostrando algo distante. Algo alejado en tiempo o en espacio. Algo que reemplaza aquello que no podemos ver todo el tiempo. No imagino, por ejemplo, el retrato de la cocina de alguna casa en el portarretrato del modular de la cocina de esa casa. Y eso es porque la fotografía es el bastón más real de la nostalgia.

Difícilmente una foto mienta, a diferencia de nuestra memoria que, débil, puede dejarse ganar por la tentación de acomodar los recuerdos a nuestra plena conveniencia. La foto, en cambio, no es corruptible. Está ahí y nos muestra todo. Nos muestra lo que ya no somos y lo que siempre fuimos.

Por ejemplo, yo recuerdo la primera vez que saqué una foto. Fue en Mar del Plata y con una cámara ajena. Tendría yo unos siete años. Me topé con una familia que quería ser fotografiada toda junta y que confiaron en que yo podía hacerlo. Hasta el momento, yo había visto en las manos de los adultos que me rodeaban unas cámaras alargadas, del tamaño actual de un control remoto de TV u otras más cuadraditas que, por flash, tenían una especie de cubo que iba girando. Pero esta no, era cuadrada pero con un formato que iba ganando cuerpo a medida que llegaba a la base.

A pesar de mi ided y mi apariencia, me pidieron que les sacara la foto. Y yo, a pesar de mi total inexperiencia, dije que sí. Ellos sonrieron y yo apreté el botón. La cámara hizo un ruido raro y escupió un papel. El tipo se acercó, retiró el papel que era como un ticket pero del tamaño de una foto de 10 por 10 y me dijo: “Esperá, ahora vamos a ver cómo salió”. Yo creo que temblé. Mi desempeño estaba en juego en forma absolutamente instantánea. El tipo despegó el papel que cubría la parte impresa del papel y se vio: la familia entera, mirando alegres a la cámara. Encuadrado, perfecto. Entonces, me miró casi sorprendido. “Muy bien” -me dijo- “muchas gracias”. 

Ahora, recuerdo que la foto se veía muy bien, pero no sé, tal vez fue un desastre. En cambio, si tuviera la foto acá, frente a mí, no podría dudarlo. Es que la lealtad de la foto es maravillosa. Y sí, a veces hay que confiar en el otro aun siendo un desconocido. Si lo hubiera hecho, Susiví conservaría una linda foto de ella y sus dos amigas, Gabipú y Marifrá, las tres de frente. Es que aquella vez, más cerca de la modernidad fotográfica, Susiví intentó retratarse con ellas y colocó el disparo automático en 10 segundos, pero ubicó la cámara a casi 40 metros de distancia de las modelos. La activó y corrió. Pero no pudo batir los 40 metros en 10 segundos y salió luciendo una linda espalda en movimiento mientras las otras dos chicas miraban a cámara.

Y la foto es eso: el retrato de una minúscula parte de la vida atrapada en un plano diferente: chato e inmóvil pero, paradójicamente, lleno de vida.Un instante de movimiento capturado en una imagen que será, por siempre, inmóvil. Es aquietar el momento, detenerlo y eternizarlo. Por eso prefiero las fotos sin pose. Porque me gustan más las fotos que retratan momentos y no personas. Por supuesto, el momento puede ser una persona mirando a la lente, pero no debe dejar de ser un momento. En las “fotos pose” se posa, se actúa, se simula; en las “fotos momento”, no. Pueden, aparentemente, parecerse, incluso, para el ojo desatento, pueden ser iguales, pero no. La “foto momento” tendrá un brillo, una honestidad, una espontaneidad que la “foto pose” nunca logrará.

Quizás estaban en lo cierto aquellos que creían que perdían el alma al ser fotografiados. Tal vez ellos podían claramente distinguir entre lo falluto de la pose y preferían un dibujo imperfecto a someterse inmóviles durante varios segundos frente a un aparato que emitía una luz explosiva con olor a magnesio.

Cuántas chicas o chicos pierden el alma en las revistas de moda, además de un vagón de cosas en manos del photoshop (ombligos, cicatrices, arrugas y tatuajes, por ejemplo). Y cuantos políticos pierden el alma sonriendo bajo una promesa que, saben, nunca cumplirán. Esas fotos son las “fotos pose”. Las “fotos momento”, en cambio, dicen siempre más y, si uno se acerca bien, puede llegar a oler la fragancia de esa imagen y a escuchar las risas de esas muecas. Y no estamos hablando de fotos 4D, hablamos de todo lo que nos puede despertar una buena fotografía.

lunes, 26 de septiembre de 2011

CRÓNICA DE UN TRÁMITE MUNICIPAL

Cuando el diarero lo vio pasar, supuso que su andar ligero era debido al típico apuro que tienen los que van, ése envión que llevan quienes hacen que todo parezca deseable de que ocurra. Pero no. La poesía subyacía, en este caso, ante la cruda realidad de las obligaciones legales. Martín iba apurado a terminar con un trámite municipal. A sabiendas de que la gestión le traería dolores de cabeza, se preparó para vivir una mañana difícil. A nadie se le ocurriría iniciar y terminar un trámite municipal en el mismo día, pero Martín no perdía las esperanzas.


Al llegar al lugar, -como un presagio-, vio que el último lugar no lo ocupaba el señor de cabello canoso sino la deposición de un canino que, por suerte estaba demasiado seco para emitir olores.

“Estos son los chicos que pasean perros, que los dejan defecar en cualquier parte”, disparó el señor cabellera ausente. “Muy sutil lo de defecar”, pensó Martín, mientras el hombre seguía con su protesta, “cuando yo era chico –le dijo– los perros paseaban solos y no hacían sus necesidades en las veredas”. “Porque no habría veredas”, pensó nuestro amigo mientras se colocaba detrás del excremento, a un paso del regalo, justo encima de una baldosa floja. “Los perros, al ser perros, eran más educados. Ahora, como los tratan como personas, si te descuidas, hacen cacona arriba de tu zapato”, continuó su queja, “acá mismo, mejor que no te descuides, pibe, porque o te orina un perro o te pegan un afiche del intendente en la cara, ahora vienen las elecciones”. El viejo esperaba respuesta, pero Martín sólo atinó a sonreír por compromiso.

Haciendo equilibrio sobre la baldosa que salpicaba cuando se movía de lado a lado e intentando no caerse, no mojarse y no perder el lugar, Martín seguía escuchando las conversaciones ajenas. “Acá cualquiera inventa un oficio... inventar lo que se dice inventar, es inventar algo útil: la birome, el alambre de púa, el dulce de leche... ahora, pasean perros”, refunfuñó.

Por suerte, se movió la cola y avanzó unos metros. Salto mediante, la baldosa movediza quedó atrás, aunque adelante quedaban todavía un tramo de vereda al sol y unas cuantas personas que empezaron a hacerse eco del debate generalizado.

“La culpa la tienen los políticos, que aumentan los impuestos porque necesitan más ingresos”, dijo otro. Para mí, la culpa la tienen los que no pagan los impuestos”, acotó una vieja olvidándose de que estaba ahí, justamente, seguramente, por no pagar los impuestos. “Es cierto”, dijo uno de bigotes, “que persigan a los ‘evadores’, pero no a nosotros, a los ‘evadores’ de verdad”, apuntó repitiendo la típica característica humana de querer que se imponga la ley sobre el otro, pero no sobre nosotros.

Tres cuartos de hora escuchando el debate enceguecido que pasó del dulce de leche al mate, el asado, el poncho, el chiripá y el choripán, todos nombrados como patrimonio argentino, hasta llegar a la discusión sobre el pago o no de impuestos, precisamente en una cola para pedir moratoria. En eso, un vendedor ambulante se acercó a hacerse el día.

“Mire”, le dijo a Martín, “le vendo diez vallenitas por un peso. Y si me compra cincuenta, se las dejo a cinco pesos”, mientras Martín trataba de ver la ventaja de comprar cincuenta vallenitas, la gente de alrededor hizo un silencio para ver cuál era su respuesta.


- No, gracias, no uso.

“Mire, señor”, dijo otro mientras se alejaba el vendedor, “la culpa la tiene el gobierno, mire si para pagar una factura vencida tengo que hacer medio día de cola, como si uno no tiene nada queacé”. Mientras todos los de alrededor le asentían silenciosamente, entre compasivos y enojados, se escuchaban los típicos comentarios que se hacen mientras se hace la cola para pagar un impuesto atrasado: “Esto en EE.UU. no pasa”, dijo la vieja de adelante.

En ese momento, recordó aquél 20 de diciembre de 2001, que quedará marcado en la historia como el día en que, por segunda vez, las ollas (hoy llamadas cacerolas) cumplieron un rol protagónico. Esta vez echaron a De la Rúa. Antes había sido en el año 1807, durante las segundas invasiones inglesas, cuando según la leyenda, cargadas de aceite caliente, echaron a los invasores. “¿Mire si no los hubiéramos echado?”, le había preguntado una doña aquél día del cacerolazo... “¿Qué hubiera pasado?”.

Y bueno, seguramente y para empezar, hablaríamos inglés: diríamos “míster” en lugar de señor, “lóv” en lugar de amor y “pípol” en lugar de gente. San Martín hubiera cruzado la cordillera para invadir y no para liberar, Belgrano hubiera registrado los derechos de autor de la bandera y no se hubiera muerto pobre, Sarmiento hubiera querido comprar Chile en lugar de querer vender la Patagonia y Mirta Legrand hubiera ganado un Óscar pero su programa de los almuerzos hubiera sido un micro de cinco minutos: Fast Food con Mirta Themost. “En virtud de esto último, no hubiera estado tan mal”, analizaba.

Otro avance masivo interrumpió la reflexión. Ahora faltaban sólo 1 metro para llegar a la ventanilla. Después de una hora y media de espera, por fin, por fin llegaba al mostrador.

- Digamé – le soltó el empleado.

- Vengo por una citación que dice que yo debo dos meses de rentas pero...

- Tiene que hacer la cola que está a la izquierda, la de rentas – lo cortó el empleado.
La cola de la izquierda tenía cinco personas más. Martín decidió esperar. Después de media hora más, llegó al segundo empleado.

- Vengo por una citación que dice que yo debo dos meses de rentas pero yo las pagué...

- ¿Tiene comprobante de pago?

- Sí, acá están.

- Entonces, tiene que hacer la cola que va hacia el primer piso.

Miró hacia la escalera casi sin creerlo... Pero, sí, resistió 40 minutos más de espera y llegó a la tercera ventanilla: “Vengo por una citación que dice que yo debo dos meses de rentas pero yo las pagué, acá están los comprobantes...”, explicó.

- ¿Los pagó en el banco o acá mismo en rentas? – indagó el empleado.

Martín prefería no contestar, a su lado había dos ventanillas, una vacía, en la que la empleada se estaba limando las uñas. De la otra ventanilla salía una cola que, desde donde estaba él, se veía que llegaba hasta otras escaleras que bajaban hasta la puerta de entrada. Dudó... “Ehhhhhhh....”.

Por supuesto, le tocó la fila más larga. Y tras otra hora de reloj, volvió a llegar a una cuarta ventanilla.

- “Ah, no ¿vistes?... no puedo… porque acaba de empezar una huelga de brazos caídos y tengo que respetarla, ¿vistes?, por nuestros compañeros, ¿vistes?”, contestó la empleada.

- No, no vi - contestó indignado-triste-sorprendido-amargado-enfurecido. Y lo dijo, dijo su enojo, delante de todos, a viva voz.

- Señor, por favor más respeto, encima que le explico. Después dicen que atendemos mal. ¿Yo qué culpa tengo si Ud. no paga sus impuestos? – alcanzó a escuchar, antes de irse, de boca de la mujer de brazos caídos.

Todos miraron la escena, entre compasivos y enojados. Pero nadie dijo nada. “Algo habrá hecho”, pensaron todos, “hubiera pagado en término, ¿no?”.

martes, 23 de agosto de 2011

EL HOMBRE ESPEJO

Por Gerardo Arníz y Cecilá

Le decían así porque veía al revés. Como si fuera espejado. Interpretaba al revés lo que veía y actuaba exactamente de la manera contraria a la que se esperaba. Por ejemplo, su perra se llamaba Michifúz y su gato se llamaba Sultán. Y ¿quién podría enamorarse del hombre espejo si no una mujer que era feliz escuchando lo que no era? Pero, para que esta historia sea perfecta, deberíamos contarla al revés de cómo sucedió.

Empezar por el final es, para Freud, un método dogmático. ¿Por qué un grupo de mujeres malformadas lloriqueaba sin consuelo durante el velatorio de tan curioso personaje?

Dichas damas pavorosas lo adoraban, pero el hombre espejo, pese a verlas hermosas, sólo había amado hondamente a una mujer: la que de grande y de chica fue llamada Clarita.

Por ver todo al revés, parece dudoso que este sujeto, afeitándose la coronilla en lugar de la barba y usando la corbata de cinturón, y viceversa, pudiera tener galantería y éxito entre las señoras. No obstante, todas caían en amor por él.

La razón es bastante simple: a todas les encantaba que este simpático individuo pudiera encontrarles virtudes en los defectos y, así, admirarlas por aquello que las hacía únicas. Sólo en presencia del hombre espejo se diluían sus imperfecciones, se sentían realizadas y felices. Además, todas ellas creían que los reclamos que les hacía por sus virtudes eran bromas de buen gusto. Podemos citar aquel 2 de febrero, en que miró encolerizado a una fiera simpática y la acusó de ser insoportable. Entonces, ella le ofreció la risa más jocosa y repugnante que se haya registrado en la historia de la humanidad y él la abrazó, enternecido y con culpa, creyendo que la había lastimado casi de muerte. La señorita, pues, puso sus labios de sopapa sobre la boca del hombre espejo y así surgió entre ellos un amor desenfrenado de verano.

Vislúmbrese el gran éxito que el difunto tuvo entre las damas, si bien sólo fue capaz de amar a Clarita. Cuentan que esta mujer poseía una belleza tal que las flores se cerraban, avergonzadas, a su paso; algunos cuentan que es la mujer del poema 20 de Neruda, aunque aclaran que los versos en que dice “En las noches como ésta la tuve entre mis brazos./ La besé tantas veces bajo el cielo infinito”, fueron literalmente unos versos, sólo posibles en los sueños o ensueños del escritor chileno.

Debe imaginarse los desamores que causó aquella con ojos rojos de ángel y piel celeste de sirena. Rechazaba a todo hombre, hastiada por las persecuciones que le realizaban y las canciones desesperadas que le cantaban a su balcón. De allí que se interesara en el hombre espejo, porque Clarita quedó enloquecida cuando él pasó a su lado sin querer robarle un poco del perfume de su esencia marina.

Al joven espejo le aturdía aquella que podía cantar con voz de sirena. Pero estaba tan acostumbrado a deslumbrar a todas las señoritas, que lo que entendía como chillidos de Clarita para espantarlo, lo movilizaban a conquistarla. No obstante, como ella no cesaba de invocarlo intensamente, él interpretaba ser rechazado con mayor virulencia. Por ello, nunca se animó a hablarle, y la amó platónicamente hasta su último día de vida, cuando la anciana Clarita se veía, ante sus ojos, más bella y jovial que nunca.

Destinado por su naturaleza a la apariencia, nadie envidiaría la posición de un espejo, en una cercanía inalcanzable al objeto de deseo que refriega su belleza ante sí. ¿Cuántos espejos sufrirán en silencio su amor?

De esa manera, aun cuando Clarita le ponía ritmo a los latidos de su corazón, el hombre espejo fue un eterno observador.

Y la miró hasta el último de sus días, cuando la vio más bella y joven que nunca...

lunes, 8 de agosto de 2011

VIVA LA DIFERENCIA

Con este título, Pilar Sordo escribió un libro en el cual, entre otras, desgrana una teoría: el diálogo entre el hombre y la mujer se complica porque la mujer tiene, para hablar, por día, un stock de diez mil palabras; mientras que los hombres cuentan con, como mucho, unas dos mil. Y, encima, aclara la psicóloga chilena que está haciendo furor en Internet, el hombre se gasta sus dos mil palabras en el trabajo. Por lo tanto, cuando llega a su casa, sólo balbucea alguna que otra interjección: es que se quedó sin palabras, literalmente. A la mujer, en cambio, le quedan casi todas sus palabras disponibles para dialogar, ¿o debería decir monologar?

Con esa teoría en la cabeza, recorrí bares, restaurantes, peluquerías, salas de espera, oficinas y colectivos, y pude comprobar algunas cosas más. Cuatro, para ser exacta.

Uno, descubrí que el promedio de palabras es sólo eso, un promedio. Pero que, como la riqueza, las palabras tampoco están repartidas de forma equilibrada. Hay mujeres que, en lugar de diez mil, tienen sólo tres mil y otras que, en cambio, tienen 50 mil. En tanto, hay hombres -doy fe- que, apenas, deben sumar 50.

Dos, esas mujeres, las que tienen 50 mil por día, hablan con una velocidad del diablo. De otra manera, sería imposible meter tantos vocablos en solo 24 horas. En verdad, descontando las horas de sueño y suponiendo que esas mujeres no hablen dormidas, tendrán sólo 16 horas para desgranar 50 mil palabras. Una cuenta rápido da que tenemos 3.125 palabras por hora, unas 52 por minuto. ¡Casi una por segundo! Si te toca “sí”, “no”, “bueno”, hasta “perro”, “auto” o “tele”, va bien. Pero si te toca decir “electroencefalografista”, te la regalo. A mí, me llevó como cinco segundos.

Además, hay que respirar. Entonces, a estas superdotadas de la verborragia sólo les queda suprimir los signos de interrogación. Ni un punto ni una coma, menos todavía, puntos suspensivos. Hablan de corrido. Y es así que se preguntan y se contestan ellas mismas, porque no pueden esperar a que les respondamos, se les pasan los segundos y ellas, recordemos, tienen que decir 52 palabras por minuto.

Puntos, comas y cómos

Y ya que llegamos a este punto, al de puntuación, llegamos también a la tercera y gran diferencia entre hombres y mujeres. Cómo usan los signos de puntuación. Claramente, de formas absolutamente diferentes. Es más, ellos usarán, con exclusividad, algunos y ellas, otros.
Por ejemplo, el punto, sin lugar a dudas, es para la mujer, sobre todo el punto aparte. Lo usa, y mucho, para dejar en claro que allí se termina la discusión. En cambio, entre los hombres abundan los puntos suspensivos. Y las comas, sobre todo, cuando miran la tele desconcentrados (desconcentrados de la pantalla, de la charla estarán siempre desconcentrados –por default- , salvo cuando pidan la sal en medio de una cena). Pueden meter hasta tres comas seguidas entre dos palabras.

Habitualmente, pueden abrir algún paréntesis y dejarlo abierto un buen rato. Algunos, tal vez, abusen del uso del corchete, aunque otros preferirán las comillas (preferentemente, dobles y acompañadas del gesto que involucra a los dedos índices y mayor de ambas manos en gancho hacia abajo).

Definitivamente, a los hombres los tientan más los signos de interrogación. Se ve que les atraen sus curvas. Por ejemplo, suelen usarlo pegadito a la interjección eh, para contestar cualquier pregunta femenina o, también, con los adverbios de lugar acá o la preposición dónde. Les tira.

Las chicas, en cambio, optaremos por usar el de admiración, también para contestar, ya sea para decir sí o no (preferentemente, no) como también para las mismas palabras con las que los hombres interrogan: Lo que para ellos es “¿ahí?”, para ellas será “¡ahí!”. Aunque, en el caso femenino, siempre será acompañado por un pensamiento ad hoc: “No puede ser que no lo veas, está ahí, delante tuyo, prestá atención, ahí, no, ahí, mirá mi mano cuando te hablo, siempre lo mismo”.

Los hombres andan genial con las interjecciones, principalmente cuando miran fútbol (o, en su defecto, juegan a la play). En cambio, tienen cierta dificultad con los adverbios de modo y les cuesta horrores entender, por ejemplo, el significado de más despacio. Ni que hablar de identificar el adverbio bien, muy bien o, peor aún, maravillosamente. Otra dificultad para la pareja se presenta con los adverbios de cantidad, lo que para ellos es mucho para ellas será siempre poco.

Por último, mi trabajo de campo me demostró que, además, como las dimensiones, hay una cuarta característica no reconocida, pero real. Los gestos. Los muchachos suelen tener también limitados los gestos. Además, mirar a la persona con la que se habla suele ser una dificultad para ellos. Para el mujeraje, en cambio, será facilísimo el gesto, aun cuando no se hable. Pero también, se ve que tanta novela de pequeñas, a lo largo de los años, da su resultado, y las mujeres tenemos mucho más a mano los recursos teatrales: echamos mano a miles de tácticas pero, la mejor, lejos, es el llanto repentino, hasta moco somos capaces de generar. De la nada, eh. Ellos, en cambio, recurrirán casi, únicamente, al mutis por el foro. Claro que, cuando caiga el telón, mágicamente, se esfumarán las diferencias y todos irán para el mismo camarín. Fin. Aplausos. No hay bises. Hoy, no.

sábado, 23 de julio de 2011

CON 33 Y DE MANO

Es muy gracioso escuchar hablar a los taxistas. Hilvanan sus historias con pasión de escritores y califican decididamente en cada sentencia como si fueran los formadores de opinión más respetados del mundo... de la calle. Gozan de una impunidad tal que, cuando sube un pasajero, pueden decirle que las calles de Buenos Aires son las más peligrosas, las más escandalosas o las de mayor conflictividad; y, a continuación, cuando los para otro transeúnte, pueden decir exactamente todo lo contrario.

Cada pasajero, un juicio: hay que matarlos a todos; ¿y qué quiere?, de algo tienen que vivir; la culpa la tienen los militares; con la dictadura estábamos mejor; ayer me subió una señora que me dijo que le robaron tres veces en la misma semana; dicen que la calle está peligrosa pero, a mí, nunca me robaron.

Discuten, enjuician, aconsejan, relatan, valoran, exponen, formulan, declaran. Arman la selección nacional de fútbol con 11 jugadores diferentes cada día, pero sus frases comienzan, indefectiblemente, con una aclaración: “yo siempre lo digo”. Y uno escucha, con suerte, los rezongos del conductor que esquiva autos sin parar.

Para contrarrestar tanta impunidad, estamos nosotros, los pasajeros, quienes gozamos de más impunidad todavía pero que, generalmente, no la utilizamos, salvo mi tío.

Mi tío es un buen tipo, de opiniones tajantes, si se quiere, pero absolutamente creativo. De chico, supo mostrar gran destreza con el lápiz y se dedicó al dibujo. La vida lo llevó por rumbos menos artísticos y, tal vez por eso, terminó desgranando toda su capacidad creativa en cada ventana despejada que encuentra.

Es por este motivo que a nadie de la familia le admira escuchar sus historias en medio de cualquier fiesta, propia o ajena. Puede, además, bailar o imitar a Tita Merello. El 24 de diciembre a la noche, ya sabemos: él se disfrazará de Papá Noel y, después de dejar los regalos en mi casa, donde habitualmente nos juntamos todos para festejar navidad, se irá a recorrer el barrio con una campana en la mano y una copa vacía en la otra, copa que todos los vecinos se esmerarán por llenar mientras saluda a todos los chicos que se le crucen en su camino.

¿Cómo se venga mi tío de los taxistas o remiseros parlanchines? De mano. Y, generalmente, con 33. Sin dejar posibilidad alguna al conductor, le contará historias en las que les será imposible opinar. Como la vez que le contó a un remisero que él era la reencarnación de la Dama de blanco, fantasma que según la leyenda aparece entre las tumbas del cementerio de la Recoleta. O como otra vez, que yendo a buscar a alguien a Ezeiza, se pasó todo el viaje contando la historia de la hermana que se había quedado en Italia cuando toda su familia viajó a la Argentina y que, ahora, se reencontrarían después de 50 años. Pero, claro, él no hablaba italiano, entonces, ¿cómo harían para entenderse? Peor, ¿cómo se reconocerían?

En otra oportunidad, contó, con lujo de detalles, cómo se le había escapado un enano… de jardín. Lo peor es que, aclaró, él vivía en un departamento, primer piso, sin ascensor.


Por supuesto que viajar al lado de mi tío mientras narra estas historias es un gran privilegio, pero hay que saber sostenerlo, acompañando con la cara, porque el chofer de turno estará relojeando por el espejo retrovisor nuestra reacción ante el relato que sonará, siempre, absolutamente disparatado.

Prefiere evitar la política y el fútbol, temas fácilmente opinables por cualquier taxista, en cambio elegirá esos temas que le demanden tanto asombro que no le dejarán chances para reaccionar a tiempo: ovnis, apariciones u operaciones raras, como la que le contó a un remisero la semana pasada, diciéndole que un sobrino de él, que había nacido con los pies al revés, el izquierdo en el derecho y el derecho en el izquierdo, y, para solucionarlo, lo habían operaron de las dos piernas al mismo momento y había tenido que caminar haciendo la vertical durante tres meses porque no podía pisar; eso sí, menos mal que el tipo era deportista y tenía equilibrio.

Cada historia, además, es inventada en el momento, y la habilidad es tal que no sólo tira el título sino que tiene cuerda para hacer un relato bien completito. Y, como si calculara meticulosamente el viaje, puede dar fin justo cuando llega a destino, sin chance a que el remisero le pida revancha, querrá cobrar e irse, vaya uno a saber pensando qué.

Ante tanta charla superficial, entre tanta opinión insulsa, es bueno que, de vez en cuando, aparezca un tipo como mi tío que pueda demostrar que se puede seguir siendo creativo, incluso después de haber ido a la escuela, ¿no? Y, que quede claro, la historia del tipo de los pies al revés, fue cierta.


viernes, 8 de julio de 2011

LOS POETAS DEL 378

De todos los colectivos, bus o micros en los que he viajado en mi vida, y al carecer de auto por mucho tiempo he viajado en muchos, en ninguno he visto tantos hombres piropeadores como en la línea 378.

Es increíble la cantidad de hombres, ancianos, jóvenes, y hasta niños que han proferido piropos en mi presencia. Realmente he de creer que algo más allá de lo racional impulsa al género masculino a enamorarse arriba de ése colectivo.

Los numerólogos podrán buscar las razones de tal fenómeno en la suma de cada cifra del número de la línea (3+7+8), o simplemente en esos números. Aquellos que crean en la fuerza y la energía de los colores, buscarán la causa en la combinación de la línea: rojo, blanco y azul. Los sociólogos, en tanto, estudiarán acerca de cuáles son los barrios en los que incursiona el 378 durante su recorrido, y de cómo es la gente que allí habita, para saber sobre su comportamiento social. Los poetas, en cambio, lo adjudicarán a la belleza de las mujeres que suben a este transporte, como la causa que genera en los hombres ese deseo desenfrenado a la galantería.

Yo, por haber subido repetidas veces a esa línea, puedo asegurar que nada de ello termina de explicar acabadamente este fenómeno amoroso. Prefiero creer en algún poder mágico, irracional, fantástico. Porque también hay que ver qué imaginación tienen estos poetas del asfalto suburbano. Hay de todo, desde el piropo delicado, dulce, tierno, que busca llegar a lo más profundo del corazón, hasta el más pícaro y provocativo. Pero nunca guarango. Jamás, en el 378, una dama se arrepentirá de haber sido halagada. Más aún, creo yo que la mujer que ha viajado en esa línea sólo vuelve a viajar en ella para ser agasajada nuevamente. De otra manera no puedo explicarme como una línea que mantiene un servicio tan deficiente puede congregar tantos pasajeros: los hombres para lisonjear, las mujeres para ser elogiadas.

Incluso algunos hablan de hombres que aventurados a seguir a sus doncellas han perdido el camino de regreso a su hogar (de soltero o de casado, en fin).

Lo destacable, además, es que los colectiveros se mantienen totalmente ajenos a este juego de seducción. De alguna manera esa inexplicable magia no los alcanza. Se imaginan a un chofer cambiando el rumbo de su recorrido por el afán de seguir a una muchacha. No. Por suerte, esto no ocurre.

Por eso, a todos aquellos que tengan la oportunidad de llegar hasta el borde de la Ciudad de Buenos Aires, más precisamente al barrio de Liniers, los invito a aventurarse en una travesía que a lo mejor, quién sabe, no tenga retorno...

martes, 21 de junio de 2011

COMPRAR, SOÑAR, PAGAR, DISFRUTAR

Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus revela de qué manera hombres y mujeres difieren en todas las áreas de su vida. Los hombres y las mujeres no sólo se comunican en forma diferente, sino que piensan, sienten, perciben, reaccionan, responden, aman, necesitan y valoran en forma diferente”, dice John Gray. Y, diría yo, contradiciendo a Shakira que prefiere no creer, que hombres y mujeres, además, compran de manera diferente.

El marketing (del lat. Garkae et ringum: “sonaste, te garcamos”) tiene como objetivo principal el de generar una necesidad hasta el momento ausente o imperceptible desde la razón consciente. Para lograr su cometido, una de sus mayores armas es la publicidad. Sin embargo, nada más viendo las publicidades de la TV, uno puede darse cuenta de las diferencias entre hombres y mujeres viendo de qué distinta manera se busca seducir a cada uno.

Ellos compran poder; ellas compran sueños. Aun a sabiendas, ellas, que adquieren promesas y que, por tanto, compran magia o utopías. En cambio ellos creen, fehacientemente, compran poder.

Los hombres, más concretos, más realistas, compran objetos que le sirven claramente en su búsqueda de poder. Pero fundamentalmente, saben qué comprar antes de salir a comprar. Las mujeres, por otra parte, salen sabiendo, únicamente, que irán de compras. Porque solo con eso alcanza; ellas saben bien que van a disfrutar saliendo de compras, sin importar qué cosa van a comprar, incluso si van a comprar o no.

Vamos a los ejemplos (a esta altura del texto, los hombres ya quieren ejemplos, ellas en cambio querrán reflexionar más con la teoría del romanticismo: si usted es mujer, puede saltear el párrafo de los ejemplos, le damos permiso): El hombre promedio quiere autos que te ayuda a levantar minitas, celulares de última generación -con máquina de fotos, jueguitos y GPS- que te ayuda a levantar minitas, ya no computadoras sino notebooks, netbooks y e-books, que te ayudan a levantar minitas, y LCDs Full Full, home teather y blu ray 3d, que los ayudan a mantener cerca a las minitas que se levantaron. Y no quiere, mientras, ir de paseo. Quiere ir, comprar y volver a sus casas. Elegir rápido y que no haya que esperar ni para llevarlo, ni para pagar.

La mujer promedio, por el contrario, prefiere la crema anticelulitis (que usa la modelo con las piernas más lindas y que, por consiguiente, no tiene celulitis), las cremas antiarrugas (que se venden mostrando la cara de una chica de 25 y que, por tanto, no tiene arrugas), el shampú que alisa o el acondicionador que enrula (siempre lo contrario de lo que indique la naturaleza de su cabello) y las zapatillas que hacen adelgazar con sólo tenerlas puestas. Claro que, mientras, disfrutan también de probar ese nuevo perfume, tocar la tela de ese vestido que se ve tan lindo, probarse una camisita (aunque sepan que no la van comprar), mirar la confección de un conjunto de ropa interior, validar la terminación de unos zapatos, evaluar la calidad del cuero de una campera, comerse un heladito y criticar, de paso, a la que se está comprando esa ropa horrible.

La pensadora Betty Parlo se refiere al origen de esta diferencia en su libro “Conmigo no, varones”. Según ella, todo este juego está relacionado a que las mujeres gustan de entrar a un negocio, tienda o shopping porque allí es el único lugar del mundo en el que son tratadas bien, en donde constantemente intentan seducirlas, en donde se sienten importantes, en fin: el único lugar en el que reciben algo antes de irse, aunque para ello sea necesario entregar un poco de dinero.

En cambio, el filósofo Ricky Póster sostiene, en su obra “Los hermeneutas del shopping”, que esta aseveración es completamente destituyente y que, en todo caso, el debate del tema debe ser desencriptado, eliminando los códigos de barra, y abierto a toda la sociedad. Asimismo, asegura que las mujeres critican que los hombres se hayan sustraído de la lógica de pasear mientras se compra, pero que, paradójicamente, quieren que ellos se hagan cargo de los gastos.


Tiempo para todo

Un estudio reciente, calculó que, en promedio, las mujeres pasan tres años de sus vidas haciendo compras, algo así como el 5 por ciento de su tiempo. Si a eso agregamos que, al igual que los hombres, un tercio de su existencia lo pasan durmiendo, otro tercio trabajando, una décima parte cocinando y otro tanto limpiando, llegaremos a la conclusión de que, si tienen hijos, será imposible asistirlos sin dejar de hacer el resto de las cosas. Ya que sólo queda un 9 por ciento del día libre, que deberán dedicarlo a ser las esposas perfectas.

En cambio, los hombres no tienen tanto tiempo para gastar en compras, porque pasan un tercio de sus vidas trabajando, otro tercio durmiendo y un 20 por ciento mirando deportes (o jugando a la play, depende el tamaño de la panza). Lo cual deja un mínimo de 13 por ciento libre, que ocupan un 3 por ciento para desaparecer y un 10 por ciento para explicarles convincentemente a sus esposas el motivo por el cual desaparecieron.

No sabemos si en Venus hay shoppings y en Marte pelotas y revólveres; no sabemos si la evolución de la humanidad ha hecho que la búsqueda de frutos para comer se traslade al paseo en las góndolas de los supermercados, y la caza de animales, en deportes; no sabemos si la ansiedad en las mujeres se manifiesta en placer por gastar y en los hombres, en desesperación por no esperar; no sabemos si las decisiones en unas ameritan evaluación y comparación, mientras que, en otros, genera repentización y decisiones apresuradas, como muestra de poder absoluto. Lo que sí sabemos, es que los hombres compran y las mujeres disfrutan. Eso sí: después, ellas sentirán culpa y ellos, absoluto placer.

miércoles, 8 de junio de 2011

ES PREFERIBLE REIR QUE LLORAR

Se sabe que la carcajada rejuvenece, elimina el estrés, las tensiones, la ansiedad y para algunos hasta adelgaza; mientras que, por otro lado, la cólera, la rabia, la depresión o el pesimismo favorecen la aparición de enfermedades. A pesar de eso, es más fácil hacer llorar que hacer reír. La explicación es más cultural que física: las personas lloramos por lo mismo, pero reímos por cosas diferentes.

El cine no ayuda. De las 83 películas que han sido premiadas con el Oscar a la mejor película, sólo seis son comedias. Menos aún son los premios entregados a actores o actrices con roles cómicos, sólo cuatro. Si, en cambio, salimos de La Academia y nos vamos al American Film Institute (AFI) que, en 1998, hizo una lista con las 100 mejores películas de la historia del cine, veremos que en ese centenar de películas, sólo 11 son comedias.

En la TV, las cosas no son más fáciles… lejos quedaron los tiempos en que el horario central de la caja boba lo ocupaban programas enteramente cómicos. Gracias a eso, quienes peinamos alguna cana disfrutamos del brillo de gente como Alberto Olmedo, Tato Bores, Pepe Biondi o Antonio Gasalla, todos maravillosos aun con estilos muy dispares. Y no solo en Argentina: yo, por ejemplo, he llegado a ver hasta diez veces el mismo capítulo de los Tres Chiflados, el Agente 86 o el Chavo del Ocho. Y eso que en mi infancia había sólo cuatro canales.

En teatro, ni hablar. Es cierto que hay muchas comedias en cartel, tal vez más que dramas si consideramos como humor al teatro revista. Sin embargo, las dificultades pasan por la efectividad del humor. Un actor podría soportar dignamente que ningún espectador llorara cuando él encumbra una actuación dramática. Pero es terrible hacer un chiste y que nadie se ría. ¿Cómo se sigue adelante? Imposible. Los premios, igual, se los llevan siempre las obras dramáticas.

Lo mismo ocurre en literatura. De los más de cien premios nobel a la literatura que han sido entregados, no hay ninguno entregado por un libro puramente humorístico. Hay premios a poetas, filósofos y a escritores dramáticos, épicos e historiadores. Pero no a humoristas. Como consuelo, en los fundamentos de los premios, la palabra sátira aparece una vez, con George Bernard Shaw, y la palabra humor, dos: Sinclair Lewis fue reconocido por sus “personajes creados con ingenio y humor”, y con John Steinbeck , la Acadamia sueca destacó que “incorpora un humor simpático”. Tres de 108.

Ajenos a todas esas cuestiones, hay quienes insistimos en el intento de provocar la risa. Y sí, tal vez el drama “garpe” más que la comedia, pero la risa siempre será más: riendo, hasta se puede llorar de risa, pero nunca alguien va a reír de llanto.

Los chicos, los mejores

Para entender el humor, tal vez sea menester ligarlo al asombro o a la simpática sorpresa. En este sentido, los mejores comediantes son los chicos que, con sus ocurrencias absolutamente racionales, provocan nuestra risa. Como cuando Matilá, después de escuchar que la TV, antes, se veía en blanco y negro, le preguntó a su abuela si era porque las cosas y las personas antes eran en blanco y negro. O como cuando Gonzapó dedujo que si el dentista era el doctor de los dientes, el oculista debía ser el doctor del culo.

O cuando Milugí, a los tres añitos, tras observar por largo rato cómo su padre leía el libro “Código da Vinci”, le preguntó: “¿Cómo podés leer un libro si no tiene dibujitos?”. O el caso de Juliál que, viajando en un colectivo, tras preguntarle a su abuela por una “señora gorda” y escuchar que “no era gorda sino que estaba embarazada”, preguntó seguidamente si el hombre que estaba, entonces, al lado de ellas también estaba embarazado.

O, por ejemplo, el caso de Martifré que cierta vez, cuando esperaba el resultado de una placa radiográfica que le habían hecho de su bracito, escuchó que su mamá le dijo: “cruzá los dedos porque me parece que, de acá, nos vamos con un yeso”. Segundos después, vino el médico y les anunció: “bueno, hay que hacer un yeso por un mes”. Inmediatamente, Martifré miró a su madre y le reprochó: “¡pero si yo crucé los dedos!”.

Estas son unos pocos ejemplos de la asombrosa facilidad de los niños para observar el mundo y cuestionarlo usando el más puro razonamiento. Tal vez, tantos años de imperfecto razonamiento, en cambio, nos lleva a los grandes a pensar de manera distorsionada. O, simplemente, anulamos nuestra curiosidad, nuestra capacidad de sorprender y sorprendernos, e, incluso, de reírnos.

Por eso, a pesar de que los premios estén imantados a los dramas o a la épica, las carcajadas deberían ser, necesariamente, más sonoras que los lamentos, y los “Ja Ja Ja” deberían ser mucho más frecuentes que los “sniff”.

lunes, 23 de mayo de 2011

LA TORRE DE BABEL DE LIBROS

Hoy fui a visitar la Torre de Babel que acaba de construir la artista plástica argentina Marta Minujín y que se exhibe en la ciudad de Buenos aires: literalmente, una torre construida con 30.000 libros escritos en diferentes idiomas, que evoca a la famosa edificación que quedó trunca, tras una intervención Divina -según cuenta la Biblia- porque Dios enfureció cuando el hombre pretendió levantar un edificio que llegara hasta el cielo, y condenó a la raza humana a hablar en diferentes idiomas, razón por la cual, los muchachos no llegaron a un acuerdo para finalizar la construcción. Lindo cuento para justificar una obra sin terminar. Se ve que, en la antigüedad, los políticos hacían uso de recursos más religiosos para excusarse por una promesa incumplida… y con éxito.

Ejemplo de esta tremenda creatividad, replicada como cierta en varias creencias y religiones, es que, a 5.000 años del hecho, nadie cuestiona qué hizo el rey babilónico Nemrod con el dinero asignado a la obra que, finalmente, no se completó. Es más, no pasó a la historia como el monumento a la corrupción, sino como el monumento al desentendimiento, casi como un premio intelectual.

Tal vez por eso, hoy, la sorprendente Marta, que gusta tanto de asombrar a la gente, edificó una torre que recuerda a aquella que fuera sinónimo de la confusión, con libros, sinónimo en cambio de conocimiento y, si se quiere, de entendimiento.

En verdad, hoy en día, está claro que el idioma ya no es una barrera para seducir las voluntades de miles de seguidores: Los Beatles conquistaron al mundo sin que la gente supiera qué significa plisplísmi, nombre de su primer disco. O me van a negar que muchos hispanoparlantes todavía hoy juran que eso significa “Por favor, yo”.

Pero también está claro que, en todo caso, no es eso lo (único) que provoca desentendimiento. Las matemáticas, por ejemplo, es una de las disciplinas que provoca mayor desentendimiento o la psicología que, a veces (sólo a veces), provoca falsos entendimientos. Los celulares de pantallas táctiles, los resúmenes de operaciones de los bancos, algunos finales de películas y las puertas que se abren “tirando” en lugar de “empujando” crean muchísima confusión.

¿No será que no son las cosas las que provocan desentendimiento, si no las personas?
Tal vez suceda que el deseo de construir una Torre de Babel todavía existe. Y está en cada uno de nosotros. Un deseo que, como aquél de la vieja Babilonia, lo único que busca es obtener el reconocimiento de los otros, pero sobre cimientos débiles, pobres, inadecuados. Un deseo que está fundado más en un grito de auxilio, que sobrevalúa a la fama y la coloca por encima de las emociones.

Por eso, es necesario que, de vez en cuando, venga alguien como Marta y nos muestre que la única manera de luchar contra eso es sacudir el alma y despojarla de los trapos de moda con los que las vamos tapando cada día.

Y, así, sin más que esa premisa, armó una torrecita de 25 metros de alto vestida íntegramente por libros protegidos en folios transparentes. E hizo convivir a autores tan disímiles como Virginia Woolf, Jorge Luis Borges, Isabel Allende, Wilbur Smith, Immanuel Kant, Paulo Coelho, Jacques Lacan, Franz Kafka, Charles Dickens, Alexandre Dumas, Víctor Hugo, Roberto Arlt, Ray Bradbury, José Martí, Pablo Neruda, William Shakespeare, Rafael Virasoro, Colm Tóibín, Justino Cornejo, Mikael Niemi, Graham Greene, John Gray, Angela Occhipinti y Jacinto Benavente, entre tantísimos otros.

En una misma propuesta, comparten cartel libros que hablan de Jesús, de Franco, de Fidel Castro, de Cleopatra, de Chopin, de Frida Kahlo, de Salvador Dalì, del caso Goldenberg y de Diego Maradona. O pueden leerse, libremente, títulos como “Voglia di volare”, “Ilusiones argentinas”, “Fils de guerre”, “1984”, “La iglesia en el Perú”, “La guerra silenciosa”, “Platero y yo”, “Los niños del infortunio” o el “Ramayana”.

Y si aquellos antiguos babilónicos debieron dispersarse por la diversidad que implicó la intervención Divina, hoy, Marta –que también es divina- logró construir un espacio que desafía a lo efímero de su duración, dejando una enseñanza que trasciende sus tres semanas de exhibición: una obra que reconoce el mito, pero que, en su reproducción, lo invierte, transformando el desorden en orden; la diversidad, en integración; lo singular, en lo colectivo; y la leyenda, en arte.


sábado, 7 de mayo de 2011

MI PARAGUAS TIENE VIDA

Cuando yo era chica, los días de lluvia no se anunciaban, se pronosticaban, que para mi cabeza de infante no era lo mismo. La tele decía: “mañana lluvia” e, irremediablemente, el sol rajaba la tierra. Mas cuando pronosticaba día soleado, podía caer sapos del cielo. En realidad era una lotería. Gracias a la tecnología, eso cambió y, hoy, es más común que el “chico que habla del clima” sea más certero. Pero, lo que no cambió, al menos en mi vida, es el hecho de que, tanto antes como ahora, yo no uso paraguas.

Ellos lo saben: el paraguas ya, de por sí, es un objeto molesto. Los hay pequeños, plegables, esbeltos, distinguidos, estampados, sobrios, de vivos colores, para parejas y hasta para mascotas. Pero, de todos modos, molestan. Tan es así que no conozco persona alguna que no haya perdido alguna vez un paraguas en su vida, dejándolo olvidado en algún lugar.

Porque, salvo los que van ajustados con una vincha a la cabeza, te demandan el 50 por ciento de la atención manística disponible: es decir, una mano, algo terrible para el caso de las mujeres que, además, deben llevar la cartera, el maletincito para poner todo lo que no entró en la cartera, la bolsa con lo que acaban de comprar (sí, en días de lluvia también se hacen compras) y las llaves, porque no entran en los bolsillos del saquito de moda y, perdidas en la cartera, cómo haríamos para barajarlas bajo la lluvia. Imposible.

Además, justo cuando se los necesita, uno se da cuenta de que está roto. O hay tanto viento que se da vuelta. O no se abre cuando bajamos del colectivo. O no se cierra cuando subimos. O se abre cuando creímos haberlos cerrado, incluso dentro de la cartera o de la bolsa en la que fue metido.

Todo esto sucede porque en algún lugar de su ser inanimado existe una porción de materia en el paraguas que puede pensar, que puede sentir y que puede actuar. Sí, leyó bien, el paraguas tiene vida. Y, lógico, una vida de porquería. Guardado todo el tiempo en un cajón o en un armario, cuando no encerrado en un estuche, a oscuras, la mayoría de ellos atados, sin poder respirar. En el mejor de los casos, dentro de un paragüero, pero a la buena de Dios si el dueño tiene perros o gatos.

Y, cuando se lo requiere, es para exponerlo a la caída libre de agua que, de arriba hacia abajo, lo castiga con punzantes latigazos. Yo también me revelaría.

Es más, si le tocó salir de su encierro y, finalmente, no fue necesario su uso, seguramente su dueño lo dejará olvidado en el primer lugar en el que lo apoye. Yo también me revelaría.

Para peor, sus dueños no solo pierden noción de su existencia cuando no lo usan, tampoco lo incorporan cuando sí los usan y, al portarlos, los estrellan contra todo lo que pase: paredes, techos bajos, otros paraguas, caras de otras personas… Yo también me revelaría.

Ellos lo saben, saben de nuestro desprecio, saben que preferimos la capucha de la campera o del impermeable, saben que nos fastidian los paraguas propios, pero más aun los ajenos que, amenazantes, vienen conducidos por gente que, por tener la cabeza bajo del paraguas, ¡no ve! Y es, entonces, cuando ellos toman el control y nos acosan con sus puntas, como lanzas, o con las varillitas odiosas que, además, mojan.

A estas conclusiones llegué un día cuando en plena charla con mi paraguas, me di cuenta de su enojo porque no me respondía. Se hacía guiños con el piloto, pero a mí no me respondía.

Entonces, decidí no usarlo más. Al fin y al cabo, el paraguas es un objeto individualista y egoísta, un objeto más de diferenciación de las clases sociales que, con en sus ansias de protagonismo, le quita a la gente la posibilidad de relacionarse con la lluvia.

Y a quien argumente que la lluvia moja, le diré que más moja el paraguas ajeno o el auto que pasa rápido por arriba de un charco. Y, además, sépanlo, aquél que no se haya empapado alguna vez, pero bien empapado, se está perdiendo una parte importante de la vida.

Por eso, hasta que no inventen el paraguas musicalizado, con micrófono y wi fi para conectar el celular, con una tela que permita cubrirnos del agua pero también ver al que viene de frente, uno que, a la vez, tenga una manija que se lleve solo, desprenda buen aroma y responda a nuestro mandato de voz (abierto… cerrado… música… calladito… más alto… más bajo), yo no voy a usar más paraguas. Salvo que, un día de estos, el paraguas me hable y me pida acompañarme.




lunes, 25 de abril de 2011

CON DERECHO A SER ZURDO

Son notables las curiosidades que esconde nuestra forma de hablar. El lenguaje, a veces, expresa más de lo que pronuncia pero también puede ocultar más de lo que dice. Uno de los casos más llamativos es el de los términos “derecha” e “izquierda”: Cómo la derecha, la palabra derecha (y todo su significado), aparentemente, siempre terminan por subyugar a la palabra izquierda (y a todo su significado).

Yendo a las fuentes, la referencia de “izquierda” y “derecha”, políticamente hablando, no es caprichosa sino histórica. Remitámonos entonces a la historia y viajemos, ni más ni menos, que hasta la Revolución Francesa, uno de los movimientos populares más importantes de la historia universal.

Para simplificarlo, suplantó el sistema monárquico absolutista que existía en ese momento por uno Republicano que buscaba rediseñar una sociedad más igualitaria. Pero lo importante, para nuestro caso lingüístico, es que allí se declaró una Asamblea Constituyente donde los distintos grupos políticos se ubicaban en diferentes sectores de la Sala, a saber: los conservadores, representados por la alta aristocracia, que querían una monarquía moderada o limitada, pero monarquía al fin (o sea, casi ningún cambio), se ubicaban a la derecha de la sala; los girondinos, conformados por la alta burquesía, republicanos moderados que querían una transformación leve (pocos cambios), ocupaban el centro de la sala; y los Jacobinos que se ubicaban a la izquierda, destacados por la historia como los más exaltados, eran la burquesía media y la clase popular y querían una revolución que protegiera los derechos individuales por sobre los derechos de propiedad y el voto universal (es decir, grandes cambios).

Por este hecho histórico la derecha es derecha y la izquierda es izquierda. Atenti: no porque todo lo bueno sea la derecha y todo lo malo la izquierda como, aparentemente, nos dicen a través del lenguaje. ¿Ah, no? Echemos un repaso.

¿Acaso no se dice “hacerlo por derecha” cuando se hace legalmente y “hacerlo por izquierda” cuando se hace ilegalmente? ¿Acaso no es “ser derecho” ser honesto, respetuoso de la ley y de las normas? ¿Dónde está sentado Jesucristo? A la derecha de Dios Padre Todopoderoso. ¿Cómo se le llama al que usa la derecha? Diestro, sinónimo de destreza. ¿Cómo se le llama al que usa la izquierda? Zurdo, así con “Z”, sinónimo de siniestro. ¿Y al que usa ambas? No es diestro–zurdo o ambizurdo... es ambidiestro.

Tome el diccionario y busque la palabra “zurdo”, encontrará que se refiere a una persona que hace las cosas “al contrario de cómo se deberían hacer”, que utiliza la mano izquierda “del modo y para lo que los demás usan la derecha” (léase anormal). Mientras que si busca la palabra diestro o derecho, encontrará entre otras una definición de persona “inteligente, hábil, que tiene destreza, sagaz, experimentada, justa, fundada, razonable, legítima, benigna”.

¿No es acaso “nuestro derecho” eso que podemos exigir de acuerdo a la ley en nuestro favor? ¿No nos tienen que leer nuestros derechos cuando nos arrestan? ¿Y cuáles serían nuestros izquierdos? ¿No es el “Derecho” la ciencia que estudia el conjunto de normas, leyes y doctrinas que deben regir a una nación? ¿A quién hay que dejar pasar en un cruce de esquina si confluyen dos autos? ¡Al que viene por la derecha!

¿No hay que levantarse con el pie derecho para tener suerte? ¿No decimos “me levanté con el pie izquierdo” cuando hemos tenido un mal día? ¿No es derecho aquello que es recto, y antónimo de torcido? Con todo, no es de asombrar que la mayoría de los elementos de utilización manual estén preparados para diestros. La taza, las tijeras, la máquina de fotos, los cierres de los pantalones, la ubicación de la palanca de cambio, el acelerador de un auto y las cerraduras son para personas que tienen más habilidad en su mano derecha, y los instrumentos musicales están diseñados para diestros. Dé vuelta la chequera e intente cortar un cheque con la izquierda. Las puertas se abren para el lado más cómodo de los diestros. ¡Hasta los bancos de la escuela! Intente filmar con la mano izquierda, o usar con éxito el abrelatas con la zurda. ¿No se debe dar la mano derecha cuando se conoce a alguien? ¿La bebida no se sirve con la mano derecha por respeto?

¿Alguna duda? Con todo esto uno podría pensar que lo mejor es ser derecho, caminar por la derecha, usar la derecha y, por supuesto, votar a la derecha.

Pero -siempre hay un “pero”-, según la historia también hay quienes decidieron no usar la derecha y no les fue nada mal: artistas como Pablo Picasso, Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel, Charles Chaplin, Bach, Beethoven, Jimi Hendrix, Marilyn Monroe, Don Adams, Robert De Niro, Bob Dylan, y James Dean; los deportistas McEnroe, Martina Navratilova y, más cerca en el tiempo, el Rafa Nadal; los científicos Albert Einstein, Isaac Newton y Pascal, y en la historia dicen que Napoleón, Alejandro Magno, Juana de Arco, Julio César y Simón Bolívar eran zurdos. Se sabe que Fidel Castro prefiere la izquierda hasta para escribir.

Y para remitirnos sólo a argentinos y contemporáneos, Lio Messi, Guillermo Vilas, Charly García y Gustavo Cerati. Todos ellos, señores, tienen algo en común, y no es ser famosos, sino ser zurditos. Hasta Diego Maradona, tal vez por rebeldía o por revolucionario, utiliza la zurda para deslumbrar con lo que mejor saben hacer.

¿Estarán equivocados? ¿Serán anormales? ¿Perseguirán un fin oculto? ¿Estarán en contra de las normas por propio placer? O quizás será porque saben que, sí, tal vez del lado derecho esté la ley, pero del lado izquierdo... está el corazón. Algunos dirán, pero la parte del cerebro que usan es la derecha... Y entonces, ¿quién sería el más siniestro?


jueves, 14 de abril de 2011

DIME DE QUÉ TRABAJAS Y TE DIRÉ CÓMO ERES

“¿Hoy qué comemos, pizza o empanadas? ¿Las pedimos o las hago? ¿Compro Pepsi o Coca Cola? Y el helado, ¿de chocolate o de frutilla?”. Mariló trabaja en una consultora de opinión y se pasa las seis horas de su vida laboral dando opciones a sus entrevistados. Vive en un constante multiple choice y, cuando habla, gesticula exageradamente y mira sin ver. Pero no es la única que se lleva trabajo a casa. Cuántos hijos de docentes pueden confirmar lo que digo. Cuántas esposas de militares han hecho “carrera a mar” hasta el súper cuando se quedaron sin sal para la cena. Cuántos padres de hijos médicos padecen sus persecuciones respecto de lo que se puede hacer y lo que no, a cierta edad. Por eso, si te vas a casar con alguien, fijate primero de qué trabaja.

En mis años de trabajo en un estudio jurídico, mientras estudiaba en la universidad, más de una vez he atendido el teléfono de casa diciendo “Estudio, buenos días”. Y, aunque no mentía (en verdad estudiaba), más de uno se ha reído de mi nivel de stress. Pero otras costumbres se pegan sin necesidad de estar a mil, incluso quienes repiten comportamientos laborales lo hacen con plena felicidad, como confirmando que esa es su vocación.

Mi primo Yulicól, profesor de inglés, le habla in ínglish a su hijo de un año y mi amiga Cecivá, actriz, es acusada de abusar de sus habilidades cada vez que reclama por algo en el seno familiar. Por suerte para su marido, es comediante y no actriz de telenovela.

Otra amiga, Susiví, médica traumatóloga especialista en pies, mira permanentemente para abajo, y no como Luisa Albinoni para no ver a los hombres a la cara, lo hace para examinar las pisadas de todos los que la rodean y diagnosticar, si hiciera falta, la causa de esa chuequera.

Claro que los periodistas no estamos exentos y, conociendo a tantos, puedo hacer un extenso mea culpa del “me llevo trabajo a casa”. El periodista gráfico observará y preguntará de tanto en tanto, pero abandonará la charla, sin hablar, con la firme convicción de saber qué se dijo y quién lo dijo. El de radio, en cambio, improvisará un resumen de lo charlado, casi como si fuera el vocero de la verdad; mientras que el televisivo se la pasará, disimuladamente, haciendo redondeles en el aire con su dedo índice si uno se extiende en su alocución.

Los que trabajan de muñecos, en cambio, sí la tienen bien difícil. Imagino una postal hogareña de quien trabaja de empanada, bailando en los semáforos: cada tanto, se levanta y se pone al lado del televisor, moviendo sus caderas si es mujer, moviendo sus manos si es hombre (el hombre, por definición, se rehusará siempre a mover las caderas). Será divertido, durante la primera hora, hora y media; después, te la regalo.

Mejor suerte deben correr los familiares del hombre araña, que seguramente intentará trepar por la baranda de las escaleras, si las hay, o de la reja de alguna ventana, lejos, por tanto, del televisor. Pero debe ser dificultoso, en cambio, para quienes viven con la momia, el luchador “sordomudo” de Titanes en el Ring, sobre todo para comunicarse o para pedirle que se haga una corridita hasta la panadería: imposible. Y ya en el extremo de estas profesiones artísticas tenemos al que trabaja de estatua: Dios mío, vivir con ellos debe ser aburridísimo, aunque barato ha de salirles los gastos.

Las esposas de los sepultureros la tienen de buenas si cuentan con un terrenito y les gusta renovar seguido sus plantas, sino, a esconder las palas porque en cualquier momento les cavan las cerámicas en pleno comedor.

La mujer de un mozo correrá con el beneficio de que su marido le recogerá la mesa todos los días, pero con el problema de que deberá dejarle propina por ello. Y en la casa de un taxista tendrán el auto casi siempre a disposición (menos cuando llueve, por regla), pero deberán darle charla todo el viaje y lidiar con el cambio chico cuando baja del auto.

Así, me vienen a la cabeza infinidad de profesiones, asociadas a su adjetivo más representativo: con un cónyuge carnicero tendrá un matrimonio peligroso; con uno croupier, uno divertido para la baraja, si no le molesta perder siempre; con una bancaria, gozará de prosperidad (mientras no quiera disponer de su dinero); con una psicóloga, tendrá sus problemas asumidos (eso no implica que estén resueltos, para eso dirigirse a una abogada, que si no se lo resuelve, lo convencerá de que es mejor así; un esposo ingeniero le garantizará una vida social inexistente aunque tendrá todos sus electrodomésticos andando (o, al menos, desarmados en proceso de reparación); y uno albañil, una convivencia en permanente refacción.

En el opuesto, hay infinidad de profesiones y oficios que, una vez en casa, dejan al descubierto lo poco que se hace en el trabajo… no se pongan nerviosos, no vamos a listarlas porque sería demasiado extenso.

sábado, 26 de marzo de 2011

EL OTRO REPORTAJE (homenaje a Alejandro Dolina*)

Buenos Aires, 1995. Llovía. La entrevista ya llegaba a su fin. El artista concluía con su última respuesta con una fingida sonrisa dibujada en su cara. Extendí mi mano y presioné el stop del grabador. Lo saludé cordialmente y prometí enviarle un número de la revista cuando se editara. Decidí terminar mi café antes de irme. Me puse los auriculares y retrocedí un poco la cinta para verificar que la grabación de la charla se había logrado con calidad. Fue entonces cuando se me acercó un tipo de traje, funyi y un pañuelo colorido en la solapa.

- Disculpe
- me dijo - podría hacerme un reportaje, yo soy un contestador de reportajes y usted, por lo que veo, una periodista.

- ¿Un qué? - pregunté iniciando ya la nota.

- Me llamo Adelmo Ramos. Mucho gusto. Soy un «Contestador de reportajes».

Instintivamente, estiré mi mano y presioné nuevamente el recplay del grabador.

- Bueno - le dije - y yo soy una preguntadora de reportajes, mucho gusto. Ahora, dígame ¿Por qué decidió ser un «Contestador de Reportajes»?

- Porque es la única manera de contradecirse con total libertad – contestó con toda naturalidad. La respuesta me sacudió, entre ironía y realidad, este hombre estaba jugando con mi velocidad mental.

- ¿Usted cree que las personas que contestan reportajes se contradicen? - pregunté ingenuamente.


- No. Yo no creo nada. Sin embargo, le voy a revelar algo: la contradicción es algo inherente a la humanidad misma. Cuando uno tiene juventud para poder hacer de todo, no tiene experiencia y, cuando por fin tiene experiencia, ya no tiene juventud. Y con el dinero pasa lo mismo, nos pasamos la vida trabajando para juntar dinero y hacer algo, cuando logramos tener el dinero necesario, ya no tenemos el tiempo ni la libertad para disfrutarlo.

No hice comentarios, sólo lo dejé hablar y, como un guiño a su teoría de la contradicción, siendo periodista, no pregunté… solamente escuché.

- Mire, algo básico: las pibas, de chicas, quieren verse más grandes y, cuando son grandes, quieren verse más chicas. Los políticos también, cuando son opositores dicen una cosa y cuando son parte del poder, otra. Y ustedes los periodistas tampoco se salvan
-
acusó.

Levanté mis cejas como demostrando asombro, aunque en realidad lo que sentí fue curiosidad por lo que iba a decir después.

- Critican todo y a todos, pero cuando los critican a ustedes dicen que no hay libertad de expresión, pero ¿acaso yo no tengo también libertad de expresión? Y, lo peor, saben que no todos los entrevistados pueden hablar acerca de todos los temas, e igual los hacen opinar. Y más todavía, dicen que son objetivos y los dos sabemos que objetivos, solamente, son los objetos. ¿Quiere que siga?


- Mmmmm…
- dudé sin negarlo pero decidí llevarlo al terreno de la reflexión general, sin discutir lo particular

- Pero la contradicción es sinónimo de incoherencia.


- ¿Y quién lo niega? ¿usted cree que el hombre es coherente?
– sostuvo.

- ¿Y usted es coherente? arremetí agresivamente.


- No. Pero yo no le dije que lo fuera. Es parte de mí. Y parte de usted también. Es parte de todos. De los lectores también, porque leen lo que quieren leer, aunque las palabras sugieran lo contrario. Pero, le digo, la contradicción puede transformarse también en poesía y ser furia y calma, un sí y un no, duda y certeza, amor y odio, todo junto, conviviendo irrefrenable y pasionalmente.
Contestó pausado pero convincente, prendió un cigarrillo y echó el humo triunfador. Me recliné, lo miré a los ojos y creyendo tener un póquer de reyes en mi mano lancé la última pregunta:

- Entonces, volviendo a su profesión
- y también a la mía, pensé -, ¿qué importancia puede tener hablar incoherencias todo el tiempo sabiendo que, además, pueden ser interpretadas de diferente manera a las que fueron dichas?

- ¿Qué importancia tiene la importancia? -
volvió a confundirme - La importancia de los reportajes retomó debería radicarse no en «quién contesta», sino en «qué es lo que se está contestando». Y saber que son tan libres de interpretación como cantidad personas existen.

Dijo. Póquer de ases para él. Dio media vuelta y volvió a sentarse en su mesa. Terminó su cigarrillo, pagó y se fue. El Autostop al terminar la cinta volvió a detener mi grabador.

No terminé el café pero, al desgrabar los dos reportajes, la última respuesta de Adelmo retumbó interminablemente en mi cabeza. A pesar de eso y de todo, terminé enviando el primer reportaje a la revista. Supongo que no hubieran querido editarme el de Adelmo. Y sí, el ser humano es incoherente.


* Adelmo Ramos es un personaje imaginario creado por Alejandro Dolina y que aparece en su libro «Crónicas del Ángel Gris», cuya lectura recomiendo. A este conductor, escritor, autor, músico… en fin, a este gran artista le agradezco su infinita capacidad de transmitir incoherencias.

viernes, 11 de marzo de 2011

ESTAMOS DE VUELTA (¿Por qué volvemos?)

¿Nicolás Cabré volvió con Floppy Torrente? ¿Y Fito Páez con la Roth? No, Fito volvió con la Ricci. Pero, antes, estuvo con Celeste Cid, después de que ella no había querido volver con Emmanuel Horvilleur, el pibe que se juntó con Dante Spinetta para volver con Illia Kuryaki este año, que la Argentina-rock está libre de regresos.

Volver es uno de las revelaciones más claras del paso del tiempo. Palermo y Riquelme volvieron a Boca, Almeyda y Carrizo a River, el mellizo Barros Schelotto se calzó de nuevo la camiseta de Gimnasia, Verón hace rato que volvió a Estudiantes y los de Independiente sueñan con el regreso de Agüero.

En la música, también volvieron Serú Girán, Los Fabulosos Cadillacs, Soda Stereo, The Police y hasta los Rolling Stones. En Colombia, regresaron los Aterciopelados y Los Caifanes mexicanos acaban de anunciar su retorno. Y, para aquellos que creen que los Beatles no vuelven porque quedan dos de cuatro, volvieron The Doors sin Jim Morrison, Queen sin Freddy Mercury, Sex Pistols sin Sid Vicius e INXS sin Michael Hutchence.

Eso sí, así les fue. En TV, Natalia Oreiro volvió a hacer dupla romántica con Facundo Arana, el Canal 13 volvió con una novela de venganzas y Telefé con una comedia de los Ortega. Para el deleite de Rial y Canosa, la Süller no se cansa de repetir que, a pesar de todo, volvería con Soldán; La Chiqui vuelve desde hace 60 años, Bailando por un sueño de Tinelli volvió como mil y Matías Alé volvió con su mamá. Y aquí -dicen los freudianos-, es donde radica toda la permanente nostalgia por volver.

Al no poder preguntarle a mi psicólogo (porque no tengo) a qué se debe esa continua melancolía, llamé a mi amiga psicóloga (que sí tengo) y le pregunté sobre la razón de esta especie de resorte permanente. Bettiquí, entre pasmada y divertida por mis consultas siempre desbordadas de curiosidad periodística y pretendido análisis sociológico, respondió con paciencia y claridad: “para el psicoanálisis, el volver es una forma de resolver temas pendientes y recrea, según Freud, el anhelo primario de volver al útero materno”, me contestó.

¿Regresar al útero materno? Eso estaría bien para mí, que soy sietemesina, pero, a priori, un útero se me representa como un lugar un poco incómodo a esta altura de mi vida.

Pero Bettiquí, me explicó que, cuando la gente tiene cosas pendientes, “siempre quiere volver porque existe, en cada uno, la compulsión a la repetición, que es una necesidad de regresión, de volver a algo anterior”. Pero, ¿por qué volver para resolver y no avanzar para superar?, consulté. “Porque ir para atrás para resolver, es ya ir para adelante... muchas veces, no se puede avanzar si no se revisan cosas pasadas”, concluyó Bettiquí.

Trasladando esto a los casos anteriores, sería como regresar para, “esta vez sí”, no cometer errores. Y, entonces, al regresar, ¿estaremos forjando un nuevo presente con situaciones que, en el pasado, quedaron pendientes para el futuro?

Mientras planteaba este trabalenguas a Bettiquí, su paciente -cuya terapia había quedado interrumpida por mi llamado- pulsó el ‘manos libres’ del teléfono y me sugirió: “Se equivoca la gente que quiere volver, porque quiere volver a un pasado que recuerda a medias, por eso es un error volver. Habría que cerrar conflictos desde el presente y no transitarlos nuevamente”.

– ¿Quién habla? – pregunté. “La dueña de la sesión y, como toda dueña, tengo razón y punto”, dijo y colgó: tú tú tú…

Este febrero, yo volví a México diez años después, no a resolver cosas inconclusas sino a revivir emociones. Y a vivir nuevas. No sé si eso entrará en el capítulo volver o en el capítulo ir. Pero, mientras paseaba, pensaba que, tal vez, sólo volvamos para aprender. Aprender a que no importa el por qué se vuelve sino el a qué se vuelve.

Esta rosca me hizo recordar todas aquellas cosas que uno hace, no para volver sino para mantener aquél lindo tiempo pasado siempre vivo en el presente. Y sonreí en mis pensamientos revueltos recordando muchas escenas de mi vida y aquellos lugares que quise y quiero: el colegio Don Bosco, el Ateneo, el Normal de San Justo… y no por haber sido edificios radiantes en sí mismos, sino por haber albergado decenas de historias con amigos y compañeros que guardo en ese rincón del corazón al cual quiero un acceso directo permanente desde el escritorio de mi mente. Para eso, afortunadamente, se creó el facebook... Uy, arruiné el final ¿no? Bueno, fue un chiste, che.